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Julio Ramón Ribeyro, por Carlos "Chino" Domínguez |
En la evolución del cuentista Ribeyro hay grados, estructuras narrativas, o estilos, que podría llevarnos a decir que hay varios Ribeyros y preguntarnos de cuál de ellos hablamos. “La vida gris”, llamado por él “el padre de todos mis cuentos”, puede hacernos suponer que la mayoría de los relatos ofrecen personajes ambivalentes, dudosos, apáticos, que no son ni voluntariosos, ni románticos, ni luchadores contra la realidad en torno. Pero ¡cuidado!, este antihéroe dudoso es en otros textos un pequeño pensador asediado por hechos o emociones (o por falta de ellos), cuya vida mental es el mejor espectáculo que nos da el autor, un contrapunto de sensaciones, pensamientos y realidades, dibujando el vaivén de las cosas. Como ejemplos, ahí están desde una estampa más o menos estática como “Los eucaliptos”, hasta una descripción que, inesperadamente, pasa de la calma al vuelco dramático en “Por las azoteas”, cuando la muerte corta no sólo la hermosa vida rutinaria, sino el primer e inolvidable lazo de amistad de un niño con un vecino de su edificio.
Sin embargo, por la época en que Ribeyro publicaba esos primeros textos —me refiero a los de 1952 y 1953—, apareció en El Comercio su celebrado y breve cuento “Scorpio”, una especie de estallido de incomprensión, rencor y emociones fratricidas, lo cual indica que, desde el comienzo, sus textos imaginativos se iban tiñendo de vetas sombrías y aun violentas, es decir, él estaba depurando, refinando, las asperezas góticas o de extraños bailes de máscaras, al estilo de Poe, y a la vez escribía textos donde personajes, al parecer tranquilos y civilizados, de pronto se vuelven brutales y primitivos, pero, que, artísticamente, son aguafuertes espléndidos por su estructura y sobre todo por el remate.
Cuando pasan los años, esta veta de aguafuertes prosigue en “Las botellas y los hombres”, cuando un hijo pelea a puño limpio contra su padre; continúa asimismo, en “Vaquita echada”, ese cuadro de costumbres juveniles provincianas, cuyo estallido brutal, pero disimulado, en una broma sangrienta, es una conversación telefónica en que el grupo juvenil se burla del dolor de un hombre que se va enterando a pocos de la muerte de su mujer. Semejante violencia se repite en el texto “El próximo mes me nivelo”, una pintura del mundo físico, casi épico, de las peleas juveniles, en que la violencia es un rito, un espectáculo al aire libre, criollo y chabacano, pero también dramático, acezante.
No obstante lo dicho, hay cuentos donde los hechos violentos, prejuicios y pugnas, en vez de resolverse por la fuerza, como uno fácilmente supondría, Ribeyro los pone por debajo de una superficie tranquila y aun irónica, a fin de que el drama no estalle. Por ejemplo, tal sucede con escenas del racismo en “De color modesto”, y más que nada, en el tratamiento de la guerra del Perú con Ecuador, tema abordado en “Los moribundos”, título por demás sarcástico. El autor escéptico, irónico, pero también humanista, maneja con humor la escena “bélica”, en un inesperado contraste que acaba en lo que él llamaba “un chasco”, esto es, una frustración más o menos irónica. Dicho cuento es una burla auténtica a la guerra, en especial a las guerras entre pueblos hermanos. Pese a que Ribeyro había leído bien a Guy de Maupassant, eximio en darnos escenas dramáticas de la guerra franco-prusiana, el peruano elige una atmósfera de ironía y aun de risa franca, donde incluso el medio social es más amistoso con los “enemigos” que con los compatriotas.
De aquí en adelante, es muy difícil abreviar, en vez de seguir paso a paso la evolución de los cuentos de Ribeyro. Yo me he referido principalmente al primer Ribeyro, el de sus cuatro libros: (el recopilado por Coaguila), y luego Los gallinazos sin plumas, Cuentos de circunstancias y Los hombres y las botellas.
Preguntémonos: ¿quiénes fueron los primeros críticos de esos libros?
Los primeros críticos de Ribeyro y de los demás miembros de la generación de Ribeyro fueron nuestros propios colegas de redacción de la revista Letras Peruanas: ahí surge Manuel Jesús Baquerizo con dos excelentes artículos “La nueva narración peruana” (1954) y “La realidad en las narraciones de Ribeyro”, (1962)1, títulos ambos olvidados incluso por las últimas bibliografías del 2004; luego, no podemos silenciar el primer estudio de Alberto Escobar, el “Prólogo” a su famosa “La narración en el Perú” (1956), ensayo que tampoco vemos en las bibliografías del 20042; en tercer lugar, debemos subrayar los ensayos de Ricardo Gonzales Vigil, “Ribeyro y la generación del 50” (1984), y “La narrativa peruana después de 1950” (1984)3; además, faltan las valiosas reseñas de Sebastián Salazar Bondy, relativas a los primeros libros de Ribeyro3; y en fin, faltan asimismo cuatro valiosos títulos dedicados a Ribeyro en El gozo de las letras (1997), tomo publicado por la misma Universidad Católica4. Sin duda, se trata de errores imponderables que ojalá se subsanen en nuevas ediciones. Igualmente, se ha olvidado el memorable artículo de Wáshington Delgado sobre “Los hombres y las botellas” y “Tres historias sublevantes”, en el primer número de la revista Visión del Perú (1964). Aquí el poeta, lanza en ristre, arremete contra su colega, pero llevado, dice él, por su ánimo exigente y confiado en que el autor va a publicar todavía mejores libros que los ya conocidos.
Creo que no hay lugar en este texto para dedicarse al novelista Ribeyro. Todos elogian Crónica de San Gabriel (1960), pero no por la razón fundamental. Yo creo que fue el mayor desafío para un joven escritor limeño el “invadir” la sierra, donde sólo los indigenistas creían tener su predio. Sin embargo, hay un antecedente valioso: José Gálvez, el antiguo Poeta de la Juventud, cronista de Lima y de sus muchas tradiciones, además de haber sido discípulo de Ricardo Palma y de haber recibido de las manos del Maestro la pluma con que escribió las Tradiciones peruanas, él, José Gálvez, de estilo castizo y elegante, publicó en 1923 su novela corta La boda, donde crea un personaje indio, el asistente Eulalio, quien se enfrenta —como jamás sucede en las novelas indigenistas— al dueño de la hacienda, don Juan Manuel, cada cual con una estrategia, y quien vence sangrientamente es el indio y no el patrón, cosa increíble. Por supuesto que no olvidemos que Gálvez nació en Tarma, Junín, aunque pasó gran parte de su vida en Lima y llegó a ser hasta Presidente del Senado; el, en su juventud, recordó, pues, su auténtica matriz provinciana y finalmente fue leal a ella, si bien de modo indirecto y sugestivo.
Ribeyro nació, vivió y escribió mayormente sobre Lima, todos lo sabemos; pero él, de muchacho, visitó dos haciendas de Tarma, donde hasta ahora es recordado. Y como producto de ese contacto y de ese paisaje, quiso, sin duda, dar fe como escritor y así se dedicó a pintar una vida en dos paisajes, en dos mundos sociales, sentimentales y políticos. Abordó el contraste del binomio costa-sierra (lo que también hicimos varios de nuestra misma generación), y de ese contrapunto de personajes peruanos, pero disímiles entre sí, Ribeyro fue valiente en dar su versión, el de un joven costeño que finalmente ama la costa, si bien busca entender la sierra. Y luego, en “Silvio en rosedal”, él vuelve al paisaje similar, a otra hacienda también tarmeña, para ofrecernos una larga y poética introspección, que ha sido muy aplaudida. La hacienda provinciana le da calma, sosiego y belleza para una meditación que va más allá de los hechos del relato.
Otra muy distinta es la opinión sobre la sierra que nos da el cuento “El chaco”, de 1964, cuatro años después de la novela Crónica de San Gabriel. “El chaco” pinta a un indio acorralado, cuya rebeldía va a hacerse notoria en un acto suicida y casi teatral, de protesta y desobediencia al patrón; pero, aunque su gesto es inútil e insuficiente, frente a un enemigo poderoso y cruel, el indio acaba siendo otra víctima, eso sí, valiente, del gamonal. Es la primera y quizá única vez en que trata así a un personaje campesino.
En fin, Ribeyro es importante en la narrativa peruana y latinoamericana por su obra, sólida en sí misma, pero también porque él pertenece a una generación de escritores que culminaron una serie de experimentos, a fin de trasladar el escenario geográfico del campo al nuevo espacio de la gran ciudad, a fin de profundizar el conocimiento de los personajes, mediante métodos psicológicos avanzados, y a fin de depurar y limpiar la prosa como jamás antes se había hecho en el siglo XX (La prosa de los 50s, según Luis Jaime Cisneros, constituye un ejemplo incluso hasta los años 80s). Él, pues, es un representante de la generación exitosa, cuyos miembros, entre 1948 y 1961, fechas de una producción conjunta, han transformado la narrativa, para modernizarla hasta el nivel internacional en que ahora se encuentra.
1.- Manuel J. Baquerizo, “La nueva narración peruana”, en Letras Peruanas Nº 11 (Lima, diciembre 1955), y “La realidad en las narraciones de Ribeyro”, Letras Peruanas Nº 13(Lima, Abril, Junio 1962).
2.- Alberto Escobar “Prólogo”, La narración en el Perú (Lima, Letras Peruanas, 1956).
3.- Ricardo Gonzales Vigil, “Ribeyro y la generación del 50” “Suplemento Dominical de El Comercio”. (Lima, 6 de mayo 1984), y “La narrativa peruana después de 1950”, Lexis, vol. VIII, Nº, 2.
4.- Carlos Eduardo Zavaleta, El gozo de las letras (Lima, Univ. Católica, 1959), ver pg. 192-220.
* Extraído de: Academia Peruana de la Lengua. Boletín n°42, pp. 171-175. (Lima, 2006).
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