20 ene 2015

"Un hombre de letras total", por Carlos Germán Belli

(Martín Adán - Caricatura de Málaga Grenet)


La escritura de Martín Adán recibe estímulos dispares: uno proveniente del siglo XVI y otro del siglo XX. Esto es, el barroquismo y el vanguardismo, respectivamente. Fue entonces testigo ocular de lo uno y lo otro. Y al aseverar esto, no pecamos de exagerados, porque sus comienzos literarios coincidieron con la plena revaloración de Luis de Góngora y Argote merced a los jóvenes escritores españoles de la Generación del 27, y a la vez con ese abanico de ismos que revolucionaron hasta el hartazgo todas las artes, como nunca antes había ocurrido. Sí, el barroco; sí, la vanguardia, sin duda ambos constituyen manifestaciones extremas que se entrelazan en lo recóndito de la inspiración de Adán e impulsan ese torrente de abigarradas cavilaciones metafísicas, por un lado, bajo la forma del soneto, el romance o la espinela, y, por otro, en el uso del verso libre, que termina coronándose en el largo poema “La mano desasida”.

     Este testigo ocular –juvenil como sus coetáneos peninsulares– asume por igual las dos corrientes disímiles, incorporándolas a la médula de su sensibilidad, como expresiones propias de su vasta obra. Allí está la gran tradición literaria, allí la palpitante tradición moderna, codo con codo, y todo ello Adán lo hace patente desde muy temprano en su alabada prosa poética de La casa de cartón, libro que semeja un álbum de instantáneas fotos verbales, en que se narran unos amores primerizos, y donde los personajes casi caricaturescos aparecen, desaparecen y reaparecen. Poco después, su extraordinaria vehemencia creadora la encarna en el propio verso, sea a la manera antigua, sea a la moderna, enseñoreándose de un vasto mundo lírico, puesto al servicio de sus sentimientos más recónditos y de sus ideas más fijas. Es el léxico adornado de desconocidos arcaísmos, son los endecasílabos, octosílabos y alejandrinos, es el hipérbaton, son las rimas y las estrofas, las composiciones poéticas, en suma, constituyendo un frontispicio barroco edificado en palabra humana. Pero igualmente gusta de la escritura libre, dúctil como un metal maleable, moderadamente desbordada, como la ejerce en los enigmáticos fragmentos de “Aloysius Acker”. Esto es lo que nos deja aquel que observa la inesperada resurrección de Góngora y a la par tantos cambios estéticos ocurridos en la primera mitad del siglo XX.

     El numen de Adán tiene como punto de partida unos específicos seres de carne y hueso, por añadidura inmortales en el universo de la cultura, como Chopin y Rubén Darío; asimismo la figura del poeta, que personifica al propio autor, así como Aloysius Acker –el hermano mayor o menor de él–; e igualmente un par de seres inanimados pero emblemáticos en el seno de la realidad visible, como son la rosa y la piedra. He aquí, pues, los mayores estímulos temáticos que motivan a Adán principalmente en una dirección, como son sus cavilaciones metafísicas siempre insondables, por sus descensos y ascensos, por sus avances y retrocesos (y viceversa), y todo ello de modo abrupto, configurando un discurso poético laberíntico, que se acentúa en el caso de los sonetos de Travesía de extramares, por el barroquismo de la forma y el léxico arcaizante, que adornan su estilo, mejor dicho lo singularizan aún más. Prácticamente, va discurriendo entre cima y sima, que con estos términos Adán a veces prefiere hablar de sus ascensos y descensos metafísicos.

     Escojamos su leitmotiv relacionado con el reino mineral, como es La mano desasida –varios miles de versos inspirados en Machu Picchu–, y “La piedra absoluta”, que es una suerte de adenda lírica de aquella composición. En uno y otro texto, el hablante poético le dirige una interminable inquisición a la piedra, en que ambos terminan cambiando de identidad: él se petrifica y ella se humaniza, hasta ser un solo ser. Es así que el santuario inca está metido en el alma del hablante, en todos sus rincones, o él está dentro de las moles de Machu Picchu. La piedra, tan inmóvil, ciega, sorda y muda, sin embargo impulsa hasta el infinito al hablante sediento por desentrañar el enigma de la vida y el enigma de la muerte. Y lo hace con el mismo fervor de los hacedores de Machu Picchu, de los dólmenes y menhires europeos, y de las inexplicables estatuas de la Isla de Pascua.

     Pero el hombre de letras total, y por añadidura descendiente de una linajuda familia, asume el terrible sino del poeta maldito. En consecuencia, en su obra, lo que lo caracteriza es el estilo barroco de Travesía de extramares, y en su biografía la figura del eccehomo. Es el precoz escritor exitoso, aunque terminará siendo un tipo marginal, sin padres ni hermanos, sin mujer ni hijos. Voluntariamente se autoexilia de la sociedad y termina sumido en una vida catastrófica, aunque a pesar de ello se yergue como un escritor del todo notorio. Sin duda, equiparable a su coetáneo francés Antonin Artaud, que no obstante discurrir como un poéte maudit no resultó un don nadie. En ambos, los hados dispusieron que la leyenda literaria eclipsara el precario vivir. Por ello, un fulano que cierta vez casualmente vio a Martín Adán orar en un templo limeño nunca olvida este episodio, que para él es un recuerdo indeleble y una prueba irrefutable del diálogo que nuestro poeta sostenía con la Divinidad, aun sin haber cruzado el último umbral.




*Extraído de: Libros & Artes, Revista de cultura de la Biblioteca Nacional del Perú, N° 28-29, Dossier Martín Adán, pág. 4 (2008).




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