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(Fotografía por Baldomero Pestana) |
Narración que se interrumpe continuamente, personajes que a veces parecen servir sólo de sustento para los juegos de estilo, largo poema en prosa que vuelve siempre a un lugar, a un momento determinado. La casa de cartón escapa a un género preciso. Esto no es un elogio. Demasiado perezoso para escribir una obra de mayor aliento cuando ya una página suya lo distanciaba de casi toda la informe prosa peruana; poco interesado en plantearse claramente su responsabilidad social de escritor; ingenio sudamericano, dotado para la frase brillante, para el sueño breve, pero desprovisto de paciencia y disciplina, el joven escritor se contentó con esta pequeña perfección.
La casa de cartón se escribe en un momento fresco y creativo de la prosa del idioma. Es imposible tomar en serio las clasificaciones que proponen algunos profesores –vanguardismo, creacionismo, futurismo, ultraísmo– pero no cabe duda que una cierta inocencia atraviesa una parte de la literatura de esa época, una deliberada audacia en la invención de imágenes, un placer en introducir al lenguaje literario términos científicos, técnicos, insolentes. La generación de los años veinte sonreía ante los excesos de los modernistas pero hoy sus postes de luz eléctrica, sus aeroplanos, su helioterapia (“Las baldosas sometidas a la helioterapia del mediodía...”) nos recuerdan, tanto como los cisnes y las princesas, una época pasada. A pesar de esos juegos que la envejecen La casa de cartón ha resistido.
Alguien ha dicho que para elogiar un libro peruano hay que empezar por decir lo que no es. La casa de cartón se aproxima a la realidad, a un sector de la realidad peruana, pero no es un libro “criollo”. El criollismo ha sido muchas veces un pretexto para disimular la literaria, la vulgaridad. Los textos adornados de jerga, ostentosamente nacionales, se ocupan por lo demás de temas superficiales que tratan de manera superficial. Si puede decirse que un libro es más o menos peruano que otro, La casa de cartón es más peruano que muchas obras costumbristas, en las que personajes conspicuamente limeños consumen pisco en “jaranas” fantasmales; en la prosa, más literaria si se quiere, de Martín Adán reconocemos una realidad.
Sin embargo es probable que existan en Lima más cantores y bailarines de la marinera que jóvenes como el personaje central y narrador de La casa de cartón. Este muchacho es culto, quizá pedante; en las primeras páginas del libro menciona a Giraudoux, Schopenhauer, Kempis, Nietzche, Morand, Cendrars, Radiguet, nombres poco conocidos en Lima, donde la lectura suele ser una extraña costumbre. Su actitud frente a la ciudad no es menos curiosa; tercamente se empeña en no amar –ni siquiera nombra– los valses criollos, las corridas de toros, el cebiche y propone en cambio a nuestra admiración la niebla, los malecones, el aburrimiento. (Estos elementos son, tanto o más que los anteriores, propios de Lima). Pero es ocioso discutir si Martín Adán quiere o no a su ciudad; la verdad es que pertenece a ella, es un producto de ella y desearía abandonarla, viajar. Viaja, pero sólo en imaginación, en literatura. La casa de cartón está llena de paisajes imaginarios, desde el obligatorio París hasta las tundras, figuran en ella todos los rincones del exotismo, que atraen menos por sus imágenes entrevistas en un libro de geografía o una novela que por sus bellos nombres: Dakar, Vladivostock, Montreal. También es muy viva la curiosidad por los extranjeros y tal vez sí los únicos personajes con nombres completos son Herr Oswald Teller y Miss Annie Doll. Citemos todavía la ironía de Martín Adán como un factor más bien raro en nuestras costumbres y nuestra literatura. Habitualmente confundimos la ironía con la simple agresividad verbal. No es el caso de Martín Adán, y si el ingenio limeño famoso (en Lima) existe, él es uno de sus representantes más finos. Una frase puede bastarle para componer una caricatura (“Un viejo... dos viejos... tres viejos... Tres pierolistas”) pero suele rechazar estos triunfos fáciles y la ironía está bien diluida en el tono general del libro; es una atmósfera más que un preciso lugar común.
Un lenguaje refinado, no la jerga; los libros, no la guitarra y el cajón; no la astucia criolla sino la ironía; la afición por el exotismo, no el orgullo patriótico: a primera vista La casa de cartón parece por completo extranjera. Sin embargo, esa vaga ciudad que presenta Martín Adán, esos personajes que a veces hablan como libros, son más reales que otras ciudades y otros peruanos de nuestra literatura. Es difícil saber qué es Lima, ese organismo ya enorme y complicado, pero seguramente no es una sucursal sudamericana de Sevilla, ni una ciudad virreinal, ni una capital de provincia norteamericana que tuviera algunos suburbios de miseria y otros de lujo, ni una aldea, ni “una gran urbe moderna y enloquecedora”. (La Lima virreinal, por ejemplo, parece haber sido un sueño de Ricardo Palma. Esto no afecta su calidad de escritor sino al contrario: inventar unos libros es común, pero inventar una ciudad, el pasado de una ciudad, convencer a sus habitantes de la verdad de esa invención, es mucho más raro). Un catálogo de tales mitos puede encontrarse en las canciones comerciales, la propaganda de turismo, la literatura. Siempre ha sido más cómodo imitar las ciudades de otros –de Palma, de los costumbristas españoles, del cine neorrealista italiano– que tratar de descifrar el signo verdadero de Lima. Martín Adán no es un realista, pero el realismo no es la única vía a la realidad, y en La casa de cartón se descubren algunos aspectos de lo limeño que no existían o existían mediocremente en nuestra literatura. Es verdad que su Lima se reduce a Barranco, apenas un distrito, un balneario algo alejado, junto al mar, y ya entonces un poco en decadencia, en esa situación estancada y triste que lo hace uno de nuestros barrios más hermosos. Más aún, el Barranco de Martín Adán es limitado, lo forma el recorrido de un colegial ocioso y observador, solitario, tímido, callejero que casi siempre debe contentarse con adivinar lo que hay detrás de las puertas cerradas pero que sabe ver la gente, las cosas, el aire:
“Malecón con jardines antiguos de rosales débiles y palmeras enanas y sucias; un foxterrier ladra al sol; la soledad de los ranchos se asoma a las ventanas a contemplar el mediodía; un obrero sin trabajo, y luz del mar, húmeda y cálida. Un gallinazo en el remate de un asta de bandera, es un pavezno- curva negrura y pico gris. Una vieja anduvo por el malecón sin rumbo, y después, dramática, se fue por no sé dónde. Un automóvil encendió un faro que reveló un cono de garúa. Nosotros sentimos frío en los párpados. En las tardes, en las largas prenoches del invierno de Lima...’’
Como puede apreciarse en estos ejemplos, la ciudad no está vista desde fuera, no interesan las notas típicas que puedan halagar la vanidad local. Sus elementos se funden en la persona del narrador, cuya sensibilidad filtra y transforma lo que lo rodea. Martín Adán no se ha despojado de su piel para entrar en la de sus creaturas, definidas en función de quien los observa y no de ellas mismas: beatas en el crepúsculo, como fantasmas grises; el inglés que pescaba con caña, una fofa estatua, una tentación de asesinar.
¿Quién es, después de todo, Martín Adán, autor-narrador de La casa de cartón? Un muchacho limeño de los años veinte a quien la vida no trajo grandes éxitos sociales, económicos, políticos: solamente un poeta, un escritor, a salvo de la luz implacable de la publicidad. Sin biografía en los libros, como casi todos los escritores peruanos, Martín Adán tiene una leyenda, que quienes empiezan a escribir en Lima aprenden muy pronto: se les habla de un joven de buena familia que cambió sus nombres respetables para firmar poemas. Algunos elementos de los años juveniles de la leyenda están en el prólogo que para La casa de cartón escribió Luis Alberto Sánchez:
“Rafael de La Fuente Benavides... Un alumno demasiado ejemplar... Martín Adán, con ser distinto a Rafael de La Fuente Benavides, tiene de semejante con él el recato y el gesto modoso. De Proust aprendió quizá cierta delectación parsimoniosa en el escribir y de Joyce un acento delator de sacristía... Sigue siendo un aristócrata, un clerical a medias, un tipo de Joyce, medio Stephen Dedalus, aunque haya arte de vanguardia”.
Los años veinte, Lima, lecturas de Joyce y de Proust, un aristócrata, un artista de vanguardia, todo esto puede tener como resultado una gran soledad. Tanto Sánchez como José Carlos Mariátegui, quien escribió el colofón del libro, insisten en una presentación política y sociológica de Martín Adán, hijo de la alta burguesía civilista, definido por su filiación. La interpretación es justa pero incompleta. Partiendo de las mismas circunstancias el señor de La Fuente Benavides pudo hacer una brillante carrera profesional, bancaria, ministerial, pero su sensibilidad le impidió aceptar el destino que su nacimiento le señalaba; de otra parte, su civilismo no lo dejó pasar a la solidaridad en la acción, como Sánchez o Mariátegui, precisamente. Ni en su clase ni fuera de ella, Martín Adán quedó sólo y por lo tanto indefenso frente a la sociedad; un revolucionario o un burgués pueden sentir admiración por su obra pero, en última instancia, deben rechazar la porque es diferente a ellos. La soledad de Martín Adán ya está expresada en su libro de adolescente. La contradicción entre la sensibilidad y la posición social, entre el artista y el hijo de buena familia, determinan al narrador de La casa de cartón. Es un joven nostálgico, tiene una sensibilidad sudamericana y algo perversa por lo viejo, lo condenado a desaparecer. Barranco, la Bajada de los Baños, los ficus abrumados, toda la tristeza de un balneario que abandonó la moda, corresponden a una parte de su espíritu. Pero la otra parte es del vanguardista que quiere encontrar poesía en las máquinas, ser de su tiempo. Un civilista puro se hubiera sentido a gusto en Barranco, a lo más habría escrito algunas páginas suspirantes; un puro vanguardista hubiera tomado el tranvía para el centro o, mejor aún, se hubiera embarcado para Europa. Martín Adán se aburre en Barranco, objeto de su amor y su ironía, pero se queda en él, deseando viajar.
Al retratarse Martín Adán ha fijado a nuestro artista adolescente, personaje marginal de la sociedad peruana, que depende de ella pero también la sufre y le es adversa. Su tono irrespetuoso ante las solteroncitas que se van poniendo amarillas de virtud, las beatas perdidas en sus trapos negros, las señoras y los curas gordos, los señores pierolistas es, más fino y castigado, el tono feroz de muchos, aunque los personajes limeños hayan cambiado. En el joven artista, que se sabe con una vocación anacrónica (puesto que, en su forma actual, la sociedad peruana parece no necesitar ni desear artistas), el rechazo del conformismo se da con plena intensidad. Un adulto puede destruir su sensibilidad en la rutina, disimularla ante los demás y ante sí mismo, pero los jóvenes no pueden evitar ciertos descubrimientos, como le ocurre a Ramón, el amigo del narrador:
“Empezaba a vivir... El servicio militar obligatorio... Una guerra posible... Los hijos, inevitables... La vejez... El trabajo de todos los días... Yo le soplé delicadamente consuelos pero no pude consolarlo; él jorobó las espaldas y arrojó la frente; sus codos se afirmaron en sus rodillas; él era un fracasado. ¡A los dieciséis años!”
Fijado por la literatura, he aquí el momento en que nace la conciencia en un muchacho de la burguesía limeña; conciencia de una vida ante sí, posiblemente fácil y cómoda, pero ya hecha por los demás, vivida por los demás. El no la quiere, advierte lo inútil de ese destino pero se siente impotente para rechazarlo y construirse otro. No faltará quien encuentre el párrafo citado sentimental, ridículo, “literario”, pero hay en Lima –y en todas partes– muchos que se han repetido iguales o parecidas palabras. La mayoría las ha olvidado, ha llegado a encogerse de hombros y a encontrar infantil una preocupación semejante; otros no han podido olvidarlas completamente y el recuerdo puede envenenarles su conformismo, Por último, hay quienes se han negado a aceptar un destino impuesto y han afirmado su libertad eligiendo otro; no siempre el éxito corona esta rebeldía. El conflicto se ha presentado en casi todos los escritores peruanos; muchos de ellos se exiliaron por voluntad propia y otros han sido siempre exilados, aun sin salir del Perú. Pero el problema no se reduce ciertamente a los intelectuales y artistas, y hay adolescentes que, después de decir palabras semejantes a las de Ramón, se destruyen. No basta decir que eran desequilibrados. La casa de cartón no es sólo un juego de literatura pura.
Ramón, amigo del narrador, no hace sino presentar el conflicto aunque él se cree lúcido, ilusión producida por su propio lenguaje. En todo caso se reconoce distinto a los demás, a esos señores que toman el sol, a esas viejas que van a la iglesia. Ramón se siente, digámoslo de una vez, superior. Sabe que el camino que empieza con el servicio militar (por otra parte puramente simbólico, pues todos los jóvenes burgueses lo evitan), con el “buen matrimonio”, acaba a los sesenta años con hijos, gran satisfacción en sí mismo y desprecio por todo lo que no sea el pequeño mundo de la renta. Aunque tenga que decirse que él no es un hombre como los demás, Ramón no quiere esto para sí:
“No estoy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía.”
Sin embargo, Ramón no se atreverá a ser feliz sin ese permiso o contra la policía. La sociedad, al nutrirlo de su escepticismo, al dejarlo solo dentro de su clase, lo priva de toda fe, de toda ambición real que pueda llevarlo a establecer una forma independiente de vida. Ramón no puede ser, al menos a su edad, un imbécil, un santo, un revolucionario, un libertino, un héroe; es incapaz de dar un primer paso hacia esas formas, que él imagina como estados y no como la consecuencia de una serie de actos. Quiere solamente:
“Ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con esperanza, con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con perfección. ’’
Insatisfacción parece la palabra clave. Ramón cree que toda satisfacción conduce a la muerte del espíritu. Rechaza la actividad que se le propone (servicio militar-trabajo-matrimonio) y reivindica la inacción, el puro deseo. Por eso su amigo, el narrador, igual a él, piensa decirle a la muchacha que quiere (pero no mucho, el amor también es una forma de fe, unos actos):
“Si ahora te raptara yo, tú me arrancarías mechones de cabellos y clamarías a las cosas indiferentes. Tú no lo harás. Yo no te raptaré por nada en el mundo. Te necesito a ti para ir a tu lado deseando raptarte. ¡Ay del que realiza su deseo!”.
Con la voluntad inmóvil, los personajes de Martín Adán aspiran a ser una pura conciencia; son testigos del mundo pero se niegan a actuar sobre él para aprovecharlo o transformarlo. La creación poética es la única forma de acción que se permiten porque para ellos es gratuita, todavía no los obliga a sacrificar nada, no los compromete. Por eso los amigos inventan personajes, acontecimientos. Por eso en el autor esa obsesión por las imágenes que designan el olor, constante en todo el libro; el olor es quizá el más pasivo de los sentidos puesto en el idioma, casi no hay vocabulario para designar sus sensaciones; cada vez que se define una sensación olfativa es preciso crearla mediante una metáfora. Por eso, también vuelve en La casa de cartón, una y otra vez, el exotismo, el ansia de escapar a un medio que condena a la inacción y a la impotencia, hasta tal punto que se puede soñar con el viaje pero nunca realizarlo. Martín Adán imagina a un personaje que llega a París, vive tan vanamente como en Lima y un día se encuentra de regreso. El simple cambio de escenario no resuelve ciertamente el problema, que no está tanto en el medio cuanto en las relaciones del insatisfecho con el medio. Sin embargo es una lástima que el joven autor no hiciera el viaje y se contentara simplemente con imaginarlo. La distancia puede objetivar y transformar las relaciones; lejos de Lima quizá sí hubiera visto claramente el lugar que quería o podía ocupar en ella. En verdad es engañoso e inútil ese «criollo y prematuro deseo de que Europa nos haga hombres, hombres de mujeres, hombres terribles y portugueses, hombres a lo Adolphe Menjou, con bigotito postizo y ayuda de cámara, con una sonrisa internacional y una docena de ademanes londinenses, con un peligro determinado y mil vicios inadvertibles, con dos Rolls Royce y una enfermedad alemana al hígado. Nada más.»
Pero aquí la ironía cierra las puertas. La posibilidad queda descartada porque Martín Adán se encarga de ridiculizarla. Plantearse la invitación al viaje en estos términos es falsificarla, es aceptar la cobardía o la pereza de no viajar, sabiendo que si el cambio no obliga a la libertad por lo menos puede enfrentarnos a ella, sin escapatorias.
Ahora bien, la ideología de la inacción no llega a ser una fe, no absorbe a su sujeto. El narrador no actúa pero reemplaza, o intenta reemplazar, la acción por un continuo volverse sobre sí mismo, más próximo el narcisismo que al análisis. A veces llega a confundir la máscara con el rostro y se pregunta si su propia personalidad no es una invención suya, como ese personaje de quien no se sabe si existe o si fue creado en una conversación. También el narrador podría ser solamente una serie de palabras:
«Mi vida es una boca que habla, que come, que sonríe.» En La casa de cartón sobre todo habla; el libro no es sino un largo discurso. Esta duda – ¿seré yo solamente mis palabras? ¿me estaré inventando?– es contraria al texto citado anteriormente en el que Ramón se afirmaba distinto a los demás hombres. Si la vida del narrador es solamente su boca hablando, comiendo, sonriendo, todo puede ser un juego y él un hombre como los otros, un joven burgués que juega a ser poeta pero que volverá un día a la razón. También Ramón ha dicho:
«Yo no soy un gran hombre –yo soy un hombre cualquiera que ensaya las grandes felicidades.»
Pero llega un momento en que estos ensayos fatigan. Además el narrador no se entrega por completo a ellos. Una página está dedicada a probar la identidad entre una inglesa y un jacarandá. Concluye:
«Tu eres una cosa larga, nervuda, roja, nobilísima, que lleva una Kodak al costado y hace preguntas de sabiduría, de inutilidad, de insensatez. Un jacarandá es un árbol solemne anticuado, confidencial, expresivo, huachafo, recordador, tío. Tú casi una mujer; un jacarandá casi un hombre. Tú, humana a pesar de todo, él, árbol si nos dejamos de poesías.»
Entre la poesía y la realidad el narrador no sabrá elegir. Cree que puede “dejarse de poesías” pero no se decide a aceptar lo que para él es la realidad, es decir la vida burguesa. A veces quisiera liberarse de su conciencia: «¡Ah Catita, no leas libros tristes y los alegres tampoco los leas! No hay más alegría que la de ser un hoyito lleno de agua del mar en una playa, un hoyito que deshace el pleamar, un hoyito de agua del mar en que flota un barquito de papel.»
Esta es la gran tentación: renunciar; aquí el círculo casi se cierra. La misma virtud transformadora del lenguaje, que en otro lugar hizo ridícula la posibilidad del viaje, dignifica aquí la pérdida de la conciencia. Dejarse vivir, ser un hoyito lleno de agua, no leer libros, parece indicar el desorden pasivo de una existencia de meras sensaciones, pero también es una manera elegante de decir que hay que ser como los demás, olvidar todas las preocupaciones, conseguir un trabajo.
El narrador no tomará una decisión. El final del libro lo deja frente a ella. La última frase:
“Ya se acabó el bochorno, el estarnos quietos, el fastidio encerrado, la sombra inevitable de esta misa de cuatro horas.”
Señala el fin de la adolescencia. Antes Ramón ha muerto, y para el narrador queda lo más difícil, que es hacerse un hombre. La obra admirable de Martín Adán, que ha vivido siempre solo, en peligro, leal a su poesía, es el resultado de su elección.
En otro tiempo el joven quedó en la última página de La casa de cartón dudando todavía pero, a diferencia de los otros personajes, todavía vivo, vivo gracias a la contradicción, al sufrimiento, al sueño:
“Ahora te pones sentimental. Es cordura ponerse lírico si la vida se pone fea. Pero todavía es la tarde –una tarde matutina, ingenua, de manos frías, con trenzas de poniente, serena y continente como una esposa, pero de una esposa que tuviera los ojos de novia todavía, pero... Cuenta, Lucho, cuentos de Quevedo, cópulas brutas, maridos súbitos, monjas sorprendidas, inglesas castas... Di lo que se te ocurra, juguemos al psicoanalista, persigamos viejas, hagamos chistes... Todo menos morir.”
Tomado de la revista Proceso, Nº 0.
*Extraído de: Libros & Artes, Revista de cultura de la Biblioteca Nacional del Perú, N° 28-29, Dossier Martín Adán, págs. 14-16 (2008).
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