Prácticamente, el fin último que persiguen nuestras escuelas, colegios y universidades es el examen; y la esencia, cifra y compendio del examen es la nota. Los números que la traducen dejan de ser entidades abstractas y se convierten en curiosos geniecillos, íntimamente vinculados con la vida de alumnos, padres y maestros. El alumno estudia por la nota; el éxito del maestro se mide por la nota; los padres sólo se preocupan de la nota. La nota, siempre la nota, de uno a otro confín de nuestro campo educacional.
La nota es el síntoma de nuestra pésima orientación educativa. Revela un señorío alarmante del intelectualismo rutinario.
Ese estado de cosas no puede ni debe continuar. Acusaría una extraña impermeabilidad permanecer insensible a las poderosas incitaciones contenidas en la teoría y en la práctica de la "Nueva Educación".
Limitando nuestras reflexiones a la llamada Segunda Enseñanza, creemos todavía que son de vida actualidad las conclusiones a que llegara en 1928 un distinguido catedrático de San Marcos, quien, al enjuiciar la labor de nuestros colegios secundarios, sostuvo que el colegio instruye deficientemente, educa absurdamente y no cumple su fin, en relación con la vida nacional.
Desde luego las causas de resultados tan lamentables son muchas y de distinta índole. Señalaremos en este artículo aquellas de orden puramente metódico y, a la vez, indicaremos el modo de ponerles remedio estableciendo algunos principios y normas que, en nuestro sentir, deben fundamentar y orientar la actuación del profesor de Segunda Enseñanza.
Si se entiende por educación la "actualización de la personalidad en la plenitud de sus valores en la comunidad colmada de los suyos", el colegio, entre nosotros, no está organizando ni orientado para cumplir esta misión. Hoy por hoy, el colegio es un local, bueno a veces, deficiente casi siempre, en donde permanecen los adolescentes 6 horas diarias por 5 largos años, tomando apuntes de las explicaciones de los profesores, memorizando estos apuntes para repetirlos a la hora de los pasos y, en muchos casos, haciendo colecciones de los mismos para el rush final en vísperas del examen. Los planes están sobrecargados con materias que comprenden casi odas las ciencias de a naturaleza y del espíritu. Los programas tienen una extensión desmesurada. El criterio metódico del profesor es la transmisión de conocimientos con todo el rigor del especialista para quien la materia de sus especialidad es el centro del Universo.
Los adolescentes se ven, pues, en la dura necesidad de estudiar sin descanso para memorizar todas las materias y como esto sólo es posible en los mejor dotados, los demás, los menos aplicados y constantes, es decir la mayoría, recurre al copioso arsenal, de subterfugios para "pasar" sin percatarse del inmenso daño moral que ha de perderla definitivamente cuando tenga que afrontar los deberes y exigencias de la vida real.
No sería justo atribuir toda la culpa de esa situación lamentablemente ni a los profesores ni a los alumnos, porque no se trata de fallas consustanciales a unos y otros, sino de fallas en la organización escolar. Muchos no han recibido la preparación técnica debida. Los planes, programas y horarios, responden a un propósito de mera información intelectual en condiciones poco propicias para alcanzara. Se pide a los alumnos un esfuerzo que está muy por encima de sus posibilidades psicológicas.
El Colegio, visto desde este ángulo, está en situación inferior a la escuela primaria. Los adelantos en la investigación del alma del niño han permitido elaborar técnicas educativas de extraordinaria eficacia. La "Escuela Nueva" es el fruto, en parte principalísima, de la Paidología Contemporánea. En cambios, las investigaciones sobre el alma del adolescente no han alcanzado el mismo nivel, u los pocos principios establecidos no han tenido eficaz aplicación pedagógica. La "revolución copernicana" verificada en la escuela no ha alcanzado al colegio. Este sigue siendo colegio de las materias, colegio del maestro y no, como debería, colegio del adolescente, colegio de la formación de su personalidad.
La organización del colegio, debe girar alrededor de los intereses, necesidades, aspiraciones y valores del adolescente y no alrededor del saber en sí, es decir del maestro, que lo representa. En consecuencia, la actitud del Profesor de Segunda Enseñanza frente a los alumnos debe estar condicionada por estos cuatro órdenes de conocimiento: 1°- conocimiento del desarrollo biológico del adolescente, particularmente de las repercusiones en la conducta de la crisis de la pubertad; 2°- conocimiento del proceso evolutivo de la psique juvenil, en especial de la modalidades de la afectividad; 3°- conocimiento de las peculiaridades de la comunidad nacional y local en que vive el educando; y 4°- conocimiento de los rasgos esenciales del sentido y valor de la vida espiritual en cuya compleja trama tiene que incorporar al alma adolescente.
Para ser profesor de Segunda Enseñanza no basta pues conocer únicamente la materia. Sin embargo, en muchos casos el profesor de limita a inculcar en las mentes juveniles las nociones que el programa exige, creyendo, de buena fe, que eso es todo. No tiene nada extraño, entonces, que el profesor, con el criterio más simplista del mundo, enjuicie toda la conducta del alumno, desde el punto de vista de las nociones que memoriza. Cualquiera reacción del alumno contraria a lo esperado por él, le produce la misma sorpresa que experimentaría la persona a quien no devuelve su peso la balanza automática. Ese profesor ante un comportamiento extraño del alumno nunca se pregunta si las causas pueden estar más allá de su voluntad expresa. Y este es precisamente el caso en la mayor parte de las situaciones irregulares ofrecidas por el alumno.
Un comportamiento irregular en clase puede obedecer a factores biológicos (salud deficiente, fatiga física alteraciones de los órganos de los sentidos, etc.); a factores psicológicos (deficiencias mentales, complejos subconscientes,fatiga, etc.); a factores sociales (miseria material o moral o ambas a la vez, en el hogar); factores pedagógicos (incapacidad técnica del profesor, deficiencia de local, etc.).
Todas estas probabilidades son dejadas de lado o ignoradas por el profesor corriente. Los fracasos del alumno se deberían a pereza, rebeldía, mala voluntad.
Para el profesor técnicamente formado, el alumno no es un ente abstracto sino un ser viviente, real y concreto, con el que hay que contar, como tal, para guiarlo en el lento despertar de su personalidad.
Los grandes teóricos de la Pedagogía han estudiado a ese ser concreto. John Dewey, por ejemplo, ha esclarecido la naturaleza del pensamiento para sacar de ahí normas de su educación.
Según Dewey el pensamiento auténtico sólo surge y funciona cuando el sujeto está frene a una duda, una situación problemática cuya necesidad de ser resuelta viene de las más hondas raíces de su ser. Piensa el niño cuando pretende alcanzar un juguete colocado en lo alto del estante; piensa el adolescente cuando trata de conseguir la entrada a su espectáculo favorito; piensa el hombre cuando procura conseguir dinero para si hogar; piensa el sabio cuando lucha con un enigma de la ciencia. Piensas porque están frene a un problema que es su problema. Si esto es exacto, el profesor que quiere actuar sobre el pensamiento el alumno no debe limitarse a presentarle un problema. Debe crear las circunstancias propicia para que surja espontáneamente la situación problemática para el alumno. Si lo consigue puede estar seguro que el pensamiento comenzará a actuar automáticamente. Buscará en la experiencia pasada alguna analogía con la situación actual, comparará, inducirá, deducirá hasta encontrar la solución. No satisfecho aún, verificará la consistencia de la solución hallada en un movimiento de onda de los antecedentes a las consecuencias y de éstas a aquéllos, para concluir instalándose en la calma de la verdad contrastada por su coherencia con la experiencia anterior y la eficacia de sus proyecciones. Sólo en las condiciones apuntadas trabaja y se educa el pensamiento y como esas condiciones faltan, por lo general, en el colegio, nada tiene de extraño que quien lo abandona al "terminar" sus estudios no haya comenzado aún a pensar. Y lo que sucede en el colegio sucede, a veces, en la Universidad. Felizmente la vida no lo fía toda a la educación intencionada y sistemática. Ella es la gran maestra. De allí que los muchachos y jóvenes a quienes la vida obliga a resolver muchos problemas, sean los que mejor aprendan a pensar, malgrado los años gastados en colegios y universidades.
¿No serían, pues, maravillosos los resultados de una estrecha alianza entre la enseñanza sistemática y la vida? Este es precisamente el desiderátum de las nuevas técnicas educativas. Urge penetrar en ellas y ponernos a la obra, alumnos, maestros y padres de familia. Los alumnos con el aporte de su maravillante poder de creación; los maestros con su habilidad para utilizar ese poder como el punto de apoyo que pedía Arquímedes y, los padres de familia, olvidándose de la nota e inquiriendo afanosamente si el colegio adiestra científicamente el cuerpo de sus hijos; si crea en su mente un criterio firme y personalidad para juzgar las cosas; si tiempla su voluntad para rápidas y logradas decisiones en las situaciones difíciles; si aumenta su capacidad estimativa de lo valioso; si, en fin, hace de sus hijos buenos patriotas y ciudadanos ejemplares.
Este ensayo del Dr. Julio A. Chiriboga se publicó en Reflexiones sobre Pegagogía y Filosofía, Ed, Melitón Carvajal, Lima, 1952, pp. 13 a 18).
*Extraído de: Ensayistas de La Libertad, Ed. de Cuadernos Trimestrales de Poesía, págs. 79-83. (Lima, 1958)
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