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Su cara es fea, seguramente. Gorda no es. Al menos, viéndolo bien no parece. Flaca, tampoco. ¡Trabaja tanto y tan sin descanso!. Cuando se trabaja así no se tiene los ojos en el abdomen y, desde luego, no se engorda. Pero es de una fealdad graciosa. Tiene ademanes desenvueltos una picardía obscena en la mirada.
Se llama Encarnación. La dicen: Encarnita; y ella se goza con el diminutivo.
En el primer parto estuvo a punto de morir. Si no es el kallawaya, se habría ido al otro mundo. Con ciertos sobajeos en el vientre y la cadera y cuatro lagartos que mató en el patio, diciendo misteriosas palabras, el kallawaya la hizo parir. De lo contrario habría muerto. El marido se puso loco. «Si tú me la salvas», decía, «te daré cuanto quieras». Cinco días pujó Encarna. Ya le faltaban las fuerzas. Su flaqueza de ánimo la fortalecía para los extremos furores. « ¡Mátame, tatito, ya no puedo!», gemía la meneona. Deseaba terminar de alguna manera. Miraba a su marido más abatido que ella misma. Acaso una sonrisa se agazapaba entre sus labios. El dolor del hombre era mayor, ¡claro!. Los oblicuos ojos de una mujer alumbrando al clavarse –ese es el término– en el marido, tienen elocuencia de volcanes que antes de vomitar sus lavas clavan un ojo en el cielo ya sobre espantado de estrellas. Un hijo es siempre una venganza de la naturaleza. Él quiere decir que no estamos llamados a terminar con la generación la obra espiritual que, a cada rato, creemos llevar a sus ápices, y que debemos esperar de nuevos frutos nuevas perfecciones. Ciegos de hosca torpeza en todo procedemos así. Nos conceptuamos la fórmula definitiva, y cuando el hijo balbuceándonos hace entrever el aspecto fugaz de una nueva belleza, nos enfurruñamos como felinos y groseros contra la nueva belleza que él trajo, empeñados en que ésta que ya llevamos gastada sea la ÚNICA belleza del mundo. Moraleja: los hombres cuando han pasado los treinta años casi siempre son lo más burro de la tierra. Pero que de esta triste averiguación nos consuela saber que la Encarna parió y que su macho con la alegría del suceso, loco y loco, se dirigió a los corrales y cogiendo por las astas a un toro matrero lo dobló, lo unció, lo refregó de hocicos en el suelo. Loco, ¡claro! Loco de alegría.
Bien, pues. El gamonal, a los diez años es un muchacho tímido y tonto a quien, con toda felicidad, como se le pinta una mosqueta en el trasero, se le cuelga rabitos de papel. Es producto neto de hacienda. Se le reconoce por un fuerte olor a trigo tostado y en que en sus relaciones de amistad prefiere al mozo cuyo poder de puñadas le haya rodeado de una de esas admirables aureolas de trompeador que tanto se admiran en la escuela. Este le es tributario en cambio de una chuwa de chancaca y buena porción de tostados.
La debilidad de sus menores siempre está a expensas de su crueldad tanto como él a expensas del juicio definitivo que el profesor forma de su estiptiquez mental, pues a una brutalidad incalificable, une un carácter servil de los peores respectos. Es uno de los pocos que conservan sus cuadernos cuidadosamente forrados, aunque la grasa y ese intolerable olor a tostado mal digerido los haga gaseosos y a él temible a la pituitaria. Por lo demás, nunca está entre los chicuelos que por un momento de amplio regocijo dan dos o una hora de reclusión. Por esa causa, sus copias rara vez no están con el día. Muchas veces, y debido a ello, logra destacarse entre los demás, o casi siempre, puesto que los resultados apetecidos son esos. Tanto en la vida como en la escuela el gamonal posee un sentido práctico de resultado sin igual. Persigue la solución de un interés próximo. En la escuela, lucirse, para imponerse llegado el caso. Se dirá que siendo así el gamonal a la postre resulta un ejemplar de hombre tesonero capaz de altas acciones. No. El gamonal olvida lo que engulle mentalmente, como evacúa lo que ingiere por el estómago en grandes cantidades, sin que lo uno ni lo otro hubiera llegado a producir el extracto vital. La prueba podría yo ofrecerla en los diarios de debates de esta República representativa, donde se ha levantado un monumento a la necedad y a la impudicia; de lo primero, que de lo segundo se ve en los poblachos, sin salirse muy lejos de las calles centrales, otras pruebas de esta falta de honradez digestiva...
El gamonal es un prototipo de machacón. Ha convenido en que atorarse de letras es ser un sabio y que se es más sabio y más fuerte en relación al número de horas consumidas en rumiar los textos absurdos de colegio. Por ello, en el colegio, el gamonal, es el mejor alumno; en la vida, si tuvo suerte, el hombre; pero en verdad una bestia!. Vela hasta las once o doce de la noche, deja la capa apenas amanece y reemplaza los fatigantes y fatigosos estudios con un sonsonete muy parecido al avemaría de los llamos en el corral. Se podría inventar una sinfonía con el tema. Su nombre acaso éste: sinfonía de la brutalidad angustiada. Es el primero en llegar a la escuela. Pero no se toma este trabajo inútilmente, robando alguna hora al plácido sueño infantil del amanecer, por ir a corretear con sus compañeros, al campo perpetuamente vestido de fiesta para el corazón del niño. No; el campo es para el majjta una incitante tienda de refresco, un aromoso cajón de dulcero. El gamonal está pervertido. Es un instinto de cálculo sirviéndose de un cuerpo canijo y miserable. Llegado, se colocará frente a la puerta principal en espera de la llegada del profesor, con el objeto de hacer ostensible su aplicación y formalidad. El profesor lo nota, pero cuando el profesor no pertenece al género del asinus-gamonalis, lo cual es bien raro, sufre de una dolorosa impresión frente a esa ruina precoz.
El mayordomo tiene, montados y dispuestos a partir en rondaje por todas las cabañas de la hacienda, cinco karabotas duros de rictus y mentones patológicos. Están embufandados hasta cerca de los ojos para defenderse del látigo pampero. Sólo dejan ver las negras pupilas centelleantes. El chogchi impaciente hunde la mirada en la lejanía nítida y gris. La respiración se ve en el frío de la madrugada. Y parten. Ha ordenado el mayordomo una requisa minuciosa. No debe quedar, sin ser inspeccionado, ningún rincón de la propiedad. Parten. Los caballos toman diversas direcciones levantando nubes de polvo...
—¿Tu marido?.
—Se fue al pueblo, tatay…
—¡Mientes!. No se fue al pueblo. Lo has ocultado. Las vacas no las robaron, como afirma. Las ha vendido… ¡Miserables!.
El karabotas hace caer su látigo sobre la espalda de la india. Al hijo que llora le lanza un insulto soez. Le llama «hijo de perra». Pronuncia bien claro, bien fuerte la palabra cárcel y se va. Al oírla, la mujer y el niño tiemblan. Receloso sale el indio de su escondrijo. Mira insistentemente hacia el punto de polvo en la planicie y luego tritura su maldición como todo hombre esclavizado, duramente, sin literaturas vernáculas, con palabras centrales y definitivas: «¡perro!, ¡canalla!, ¡porquería!».
Tres leguas es poca extensión para una hacienda. Diez, poquísima para la llanura clásicamente andina. Pero a sesenta leguas todavía se ven preciosas las cumbres vírgenes plasmar sus bellas formas triangulares. En la pampa inmensa y solemne se esperdigaban los ayllus, antes, y hoy sólo queda la cabaña miserable sin una flauta ni un huayño. La cabaña de la hacienda sustituyendo al ayllu es como la jaula para el indómito kelluncho. El ayllu, reducido conglomerado de indios, era la paz y el amor abrazados en la rinconada. Al ayllu ha seguido la cabaña del colono, indio esclavo obligado a vivir como bestia, con un miserable salario, sin fraternidad ni sociedad. En la cabaña se convierte el hombreen bruto y cuando como el kelluncho prefiere morirse de hambre a soportar las rejas de la jaula, se le manda a la cárcel. Eso es la pampa. Ningún hombre justo debe mirar esa gris extensión con necia indiferencia. La pampa es una llaga sangrante; por todas partes deben oírse los gemidos del indio. Yo me explico por qué hay personas que al voltear una ladera, pasado el atardecer, oyen llorar las almas. Esos llantos no son leyendas. Un espíritu piadoso les hace oír lo que de otra manera no quieren. Nada de quenas y yaravíes ahora. Ya pasaron esos desgraciados tiempos del mundo cuando el dolor era un motivo poético. Los poemas de hoy son la sangre de los miserables convertida en gritos ola inquietud de los huesos por alcanzar la perfección teológica. En la pampa hay poco color. Violeta en los lindes del cielo, amarillo el pajonal interminable, blanca la nube y rojo el corazón del colono. Allá vamos. ¡Donde se siembra una injusticia se cosecha un vengador!.
Hay que ver al gamonal casi un hombre ya. Color pan tostado, puesto que también heredó los colores incaicos. Es alto. Tres años de vida pueblerina le han dado lo último que la naturaleza le dará: juventud. Niñez no tuvo. Nació deforme, sólo apto para el engaño. Su primer paso en la vida social se reduce a buscar compadres entre abogados y funcionarios. Le importa muy poco la miseria y la orfandad de sus amigos si a su predio puede comprar un nuevo compadre. Esto mientras su hacienda lo permita sólo una vida anónima y tenebrosa, pero si crece en proporciones, entonces, en una hora de vergüenza cívica, dicho sea con las palabras demagógicas, sus dineros y, sobre todo, los sabrosos quesos serranos, la imponderable mantequilla puneña, las pieles de vizcacha y vicuña y la sarta de chaullas, construyen el armatoste de un Diputado a Congreso, un Prefecto o una personalidad cualquiera.
2
El phuttuto es un clarín trágico. Su voz ronca al principio adquiere, conforme se eleva, determinada ondulación que es en veces grito desesperado, como de fiera, penetrante, que parte en dos la paz estéril de las serranías. Se utiliza el caracol marino, pero en estos sitios las astas del toro bravo. El indio lo pule cuidadosa y amorosamente, hasta darle aspecto gracioso que no de beligerancia.
— ¡Phu!... ¡Phu!...
La sugestión que su toque ejerce sobre el indio es de tonificación y ardorosidad. Para el criollo tiene efectos diametrales. Se piensa de inmediato que la indiada, insurreccionada, está oculta en los cerros, quela comanda Rumi-maqui o Kalamullo, descendientes presuntos de la real familia incaica, que sólo esperan la llegada de la noche, y que en vandálicas hordas, saquearán, incendiarán, violarán. Todas las más refinadas atrocidades pasan por la imaginación del criollo cobarde, perezoso y autoritario. Y sólo fue un joven de nariz aquilina, tórax kawitesco, ojos pequeños de penetrante mirar, que sintiendo nostalgia de la maza y el escudo embocó el phuttuto en el silencio de las montañas. Ensayaremos imaginar los efectos que su toque produce en los segmentos de nuestra cosa civil. En los oídos del Prefecto, phuttuto sueno a memento; en la cabeza del gamonal tiene reminiscencia de guillotina; en el cándido corazón del Obispo es hermano legítimo del pecado mortal, amenaza impúdica, desvirgamiento a forciori; para el descoyuntado organismo de la vieja beata, trae efectos espasmódicos, pues se tiene averiguado que cuando los indios se sublevan, se arrechan por estas alimañas; en el iluminado cerebro del hombre (pido perdón por esta frase irremediablemente mala) es el grito vengador de la raza que pugna por sacar a través de los escombros de la justicia fosilizada en tribunales y gobiernos, el puño trágico. Así, como una alegría de 28 de julio. ¡Pobres!, sin ver que en esos escombros no hay más que ceniza que aventar a los vientos de la sangrienta purificación venidera.
Uno… dos… tres...
—¡A las tres!.
Ha brincado el Sol en un telegráfico crepúsculo sobre la pampa que apenas tuvo tiempo de bostezar. El gris oscuro de la chujlla se acrecienta en la madrugada alegre. El rocío cintilante en la techumbre va cayendo en lágrimas por las pajitas del alero, una tras de otra, a la una, a las dos ya las tres… La india parsimoniosa se acerca a la vaca y cogiendo las ubres la ordeña, largo… la tibia vaporación le pone una sonrisa de amor en los labios duros y cobrizos reflejada en las mejillas de carmín brillante. ¡Ella también es madre!. Pero no le robaron la leche de sus hijos. Mentira. A ella también le ordeñan los niñitos de la hacienda. ¡Vacas!, ¡mujeres!.
No es posible encontrarlo en otra parte por ahora. Está de perfil sobre la tarde. Hollando el suelo que el frío comienza a entumecer, saca la cabeza por sobre el mojinete de la chujlla. Tiene metido el chullo hasta cubrirse las orejas y media frente. El chullo es de un tono verduzco oscuro con ornamentaciones rojas de fáciles dibujos expresivos. Los ojos, mirando la lontananza sangrienta de arrebol poseen un dulzor de queja, y una ausencia de abstracción se dibuja en la persistencia de una mirada sin pestañeos. Se destacan los pómulos en una tenue sombra violácea cuyo vértice es un tajo lumíneo licuado en los bordes de las jetas. Será fácil comprenderlo. Es el hombre que domeñó a un toro loco de una fuerza de buey. Es el marido de la Encarna. Acaba de insultar sus espaldas la fusta del karabotas. Nada ha contestado él a cuantos insultos le echara en el rostro. Permaneció callado. Hace tiempo comprende que ninguna actitud es más firme y elocuente que su poderoso silencio. Mira y calla.
De lo que es capaz, sólo una observación atenta podría revelarle. Una frente breve, el macetero y el etmoides, férreas prominencias en el mentón. Todo es agresivo en él: la nariz afilada en forma de corva, las órbitas dibujadas con dureza, el occipital donde se advierte la acción de una antigua deformidad y el cráneo todo estirado en el bregma. Todo él, el ancho cuello y el tórax, da sensación de poder. Debajo de la camisa de cordellate parece palpitar con el propio ritmo de la entraña, el deltoides, como en la bestia fatigada. Tanta extraña conformatura está aforrada de una piel cobriza que el sol bruñe en sus mejores fuegos. No habla. Pero la fogata de occidente en sus últimos resplandores, orifica su perfil metálico. La tristeza de un linaje perdido en el hueso se miraba en su fornido cuerpo de hambriento. Él no es originario de la Hacienda. Ha venido de otras tierras del Ande. Llegó con sus padres muy joven, casi niño. En la hacienda envejeció, en la hacienda tomó mujer y en la hacienda dejó los huesos de sus progenitores. La hacienda venía a ser para él como una deidad ofendida que a cambio del mendrugo le arrebató todo, hasta el honor. Entre las cejas de esta cólera empozada día a día conoció, pues, a Encarna, y tuvo el hijo para quien ambicionaba una suerte menos perra. Encarna compartía con él tales ambiciones. Y los colonos le oían con agrado.
En la puerta del caserío, el mayordomo borracho, furioso, revólver en mano. Rodeándolo mujeres y viejos que miran con timidez y espanto.
—Tatay, es mi hija. ¡Debes respetarla!. No es para todos, sino para su hombre.
Sin atender a las protestas del anciano, riendo a carcajadas arrastra a la india.
—Te doy mi trabajo, pero no mi familia. Cóbrate en él lo que te debo. ¡Mis hijos son para mí!.
Admirándose de tal lenguaje, el cholo reía más.
—¡Ah! Te lo enseñaron los ramalistas… Se comprende, indio bribón. Pero ya irás a pagarlas en la cárcel.
No se la llevaba impunemente. El viejo arrastrándose llegó hasta él y le dio un empellón; pero por nada. Presto le metió tres balas a boca de jarro.
En la explanada todo es alegría bajo la luna. La «maestra» lleva el tema satírico y le corea el ruedo con alborozo:
El charango mantiene con simples motivos melódicos los temas de la danza. Es la kashua. Agarrados de las manos, hombres y mujeres, dan vueltas en graciosas actitudes. La naturaleza duerme. El viento silba entre los pajonales. Los perros aúllan en la lejanía pastosa mientras los corazones mozos tiemblan por el cercano con nubio germinal.
Encarna se entendía con el mayordomo. Los palos menudean para el marido. Joven y provocante tenían que apetecerla el cura del lugar, el tinterillo y el mayordomo. Estando más cerca, éste aprovechó. Ella, demasiado vivaz para mujer de pobre, comprendía las ventajas de su trato con el patrón y no se resistía cuando la oportunidad les brindaba un acercamiento. El último hijo era evidentemente engendrado por el mayordomo. Todo lo hacía suponer. Sólo el pobre del padre no le habría creído nunca porque este último chiquillo era sus dos ojos. Encarna, lo trataba mal, muy mal. Parecía despreciarlo. Contestaba casi siempre con indiferencia y dureza. El marido nada entendía de esto. Nadie hablaba nunca de lo acontecido. Es que el mayordomo, mañoso en tales artes, se la llevaba a sitios descampados en llanuras inmensas donde nadie pudiese verlos. Y nadie los vio hasta entonces. No era bonita Encarna. Era joven y dura, de carnes prietas y sólidas. Sus senos tenían la erectez de los quince años y sus ojos la quemante sensualidad de los veinticinco. El mayordomo estaba enamorado de Encarna. Le había propuesto abandonar a su hombre. Estaba enamorado hasta la coronilla.
Con lentitud y gravedad, vacas y toros, abandonan corrales después de ordeño oloroso. Síguenles, con finos ademanes, llamas y alpakas. Ovejas y cabritos se van alejando también bajo la presión de la hora suave y tónica. Humean los fogones. Los gallos cantan. Los pajaritos pían en vuelos tensos. Asomadas a las puertas de sus chujllas, las madres entregan los pezones a las boquitas desdentadas de los majjtitos, mientras los hombres se afanan en labores múltiples. Paz que transpira.
El gamonal, de todas maneras, es un poder influyente, relacionado con lo más odoroso y rumboso del centralismo capitalino. Entonces, su interés y el de la camarilla que lo ha ungido, le obligan a sostener un diario en la provincia escrito por infelices del subsuelo. Toda la basura empleómana está arrodillada a sus pies. Diez años en la capital, le han dado una forzada distinción. Viste con uno de sus últimos modelos europeos, usa sombrero de copa y quema cigarros puros, que nos recuerdan, por cierto, al sojtapicho pueblerino.
Los cielos nocturnos se suceden, unos tras de otros, sin nubes. Toda la congestión estelar gravita sobre la pampa, como ubre pletórica de leche estéril. Las chacras están muriendo en las rinconadas asesinadas por el hielo. El indio prende su fogata en la montaña para ayudar a la tierra, a la madre, a producir el calorcito que contrarreste la cuchilla del hielo. Chillan las criaturas en todas direcciones elevando en la extensión ilimitada una sola voz angustiosa, llena de lágrimas, doliente de ladridos y pellizcos y junto a este alarido viene un dolor que tiende a revelarse. Los hombres se han reunido en la cumbre. No es literatura lo que vengo relatando. Los indios van a los picachos como al corazón sigiloso de la tierra a tramar sus venganzas o a maldecir. Esto no es –repito– literatura. Literatura es aquello que he oído contar alguna vez de un indio expulsado de la hacienda con sus hijos y que, por toda venganza, al llegar encima de la cuesta se dio a sonar el phuttuto. Eso es literatura. Literatura es aquello del indio enamorado de la quena, el indio enfermo de tristeza. El indio, siendo hombre y de los mejores, no ha de tener tiempo para literatura linfática. Los indios se reúnen para maldecir, si nomás, al mayordomo, esa bestia carnicera, a los patrones, esas víboras, al párroco, ese bribón; al kellkere, esa zorra. Nadie explica si los verdugos son los actuales poseedores de la hacienda. Los que dominan gozan la utilidad de su trabajo y son causa de sus hambres. A ellos, pues, debe encaminarse la venganza. Con aguzar un poco la mirada se ve el caserío de la finca perdido en una rinconada a muchas leguas de distancia. Hacia esos lugares se ve parpadear una luz.
Alrededor de la fogata hay un maravilloso registro de gestos. Todos tienen torva mirada, labios gritadores en impenetrable mudez. Están reunidos para maldecir, y aunque alguno hable exponiendo planes, no se le toma en cuenta. Hay una sola verdad: y es que deben alzarse, invadir la finca y acabar con los malditos. ¿Cómo se hará ésto?. Lo importante es que se haga. Uno se yergue sobre los demás. No es para mandar. Es para dejar que sus nervios tiemblen mejor. Circula una cita. ¡Iremos!. Y luego no se oye más que el general llanto surgido de la pampa enorme enrojecida de coraje. No hay cosecha… pero los graneros están repletos en la hacienda. !Adelante!.
En medio de una planicie suficientemente extensa para causar la admiración de cualquier lechuza, hay un cerro de cono truncado sobre cuyo plano se alzan las chullpas de prieta roqueda. Están semi destruidas, pero conservan aun la grandiosidad del pasado. Hablan con lenguas multicolores, si se les mira como a juguetes persistiendo en las arrugas de los siglos. Ellas, a pesar su con formatura semi trágica, son para el hombre divergente, adornos del tiempo, como aretes y cachivaches de momias. Rectangulares, como toda obra inkásica, hacen pensaren una angustia superior a la risa, pero que llama a risa siempre, desde que la risa es canal por donde evacúan las cloacas interiores. En alto relieve hay tallados, dos pumas: son el símbolo de la libertad concedida por la Naturaleza a los hijos que se alimentaron de su sangre!.
Que los temas musicales que el indio desenvuelve en su rústico carrizo obedezcan a melancolía, a tristeza añeja, fruto de mitimaes, imperio y conquista, podría ser una afirmación respetable para quien no presenciara el devenir andino y, lo que es más, para quien no hubiese sentido en sus inquietudes arder la llama oculta que es el mandato de la raza. El indio es de espíritu vibrátil, pero no bullanguero; la naturaleza es épica, pero no revoltosa. Y el huayño que ha sido hasta ahora interpretado como un ritmo bailable sin otra trascendencia, encierra cuanto ha pensado: en el momento de las cóleras vengadoras, es la representación completa de su poder y en la danza la invitación viril del mancebo fornido y florido. Acaso el huayño en ciertas actitudes describe la unción guerrera y siempre un ímpetu de dominio.
El marido de la Encarna, alguna vez hubo de pillarla debajo del ijar anheloso del mayordomo. Aquella vez vació toda su cólera. El mayordomo no tenía armas con qué defenderse. Tuvo que soportar el castigo del hombre. Cada porrazo parecía matarlo. Ese esqueleto primitivo daba la impresión de una maquinaria de muerte. El mayordomo pidió auxilio, pero ¿a quién?. El cornudo se lo prestó dejándolo semimuerto en el suelo tantas veces cómplice. A Encarna la miró con pena. Se la llevó reprendiéndola, amonestándola, casi con dulzura. Pero a los ocho días encontraron al mayordomo con la cabeza cercenada en su propia habitación, mientras el marido de la Encarna picchaba su coca habitual. Así permaneció hasta que se lo llevaron a la cárcel.
Todas las noches gime el viento entre las breñas, silba en elvericueto, amenaza sordamente entre los pajonales. En sus chillidos alguien descubre pasos del huayño. Es a veces la canción pastoril, motivo de paz arcádica y el puñal que degüella y justifica.
En la inquietud pesarosa de la parcela cuán dulce y grato al espíritu el discurrir cadencioso de la existencia animal. Cuando miramos, es la chita que balando busca en la conglomeración de carneros el pezón de su ubre. Sabe reconocer la voz de su madre, su dulce entonación. Esto ocurre al atardecer, cuando el zagal arrea el ganado al establo. Dios fraterniza con la luz dorada y la enciende de misterioso hondor.
¡Ah!. Entonces se comenzó a oír los breves, espesos rugidos. Ya, hacía el mediodía; para quien oye y sabe comprender, la pampa estaba preñada de cólera. Ya se oía el breve y espeso rugido:
—¡Phu! ¡Phu!.
Compactos grupos de indiada, descendiendo los cerros, armados de garrotes, cuchillos, rifles, hondas, ya de noche, se aproximaban al caserío. En la hacienda se tuvo noticia tarde y luego se procedió a cerrarlas puertas, armarse y mandar «propio» a la capital en solicitud de fuerzas de policía. La indiada se acercaba. Eso era evidente. Silbaron algunas piedras. ¿Quién comanda a los indios?. Eso no se sabe. ¡Alguien va!. Los phuttutos rugen con más frecuencia y en todas direcciones. Vibran en lejanías y como si la montaña recogiera la voz, se les oye bramar junto a los corrales de la alquería. El mayordomo está convencido que el ataque no tardará. Pero no sabe que cuando habla le están oyendo orejas enemigas acurrucadas en el fondo del patio. Antes que lo ataquen, pensando intimidarlos, parapetado sobre los techos y ventanas, vacía sus cartucheras. Entonces los indios brotan del suelo y se inicia la lucha. Ya se perciben los ayes de algunos heridos y en el reposo bestial de la noche el quejumbroso balido de las ovejas que rompen la estaca del redil y ciegas se echan a huir impelidas por el espanto de los hombres. La indiada trata de forzar la puerta principal. Ellos esperaban que se abriera pronto; pero ya han sido degollados los encargados de hacerlo. Presto se ve surgir una llamarada humeante dentro de las pajas de la techumbre y un alarido de placer y victoria enronquece. Los gritos se centuplican estentóreos y epilépticos. El fuego, en lenguas, lame los muros y se contorsiona en el espacio. Desde el mojinete donde se defendía bravamente ha caído uno de los hombres de la finca, uno de los malhabidos secuaces del gamonal. Ha caído entre las fauces, sobre el haz de leña verde, carne fresca para el kancacho. Lo trucidan con desesperado gesto. Lo maldicen. Lo parten. No le dejan tiempo para confesarse, lo cual es el último dolor del católico. La puerta no cede, pero con felina agilidad se ha visto a un muchacho trepar paredes, el ancho cuchillo en la boca sangrante, atravesar los techos entre las llamas y perderse en nubes de humo. Y luego nada. Sólo que la puerta gira sobre sus goznes y la ola furiosa invade el caserío. El incendio se ha propagado. El patio, donde acuchillan y machucan, quema como un horno. El mayordomo está tostándose en un rincón; lo buscan afanosamente. Hay montones de cadáveres. Los fusiles no dejan de vomitar agonías. Lloran las mamalas prendidas de sus amados cadáveres, cuando les cae un adobe del edificio que se desmorona. El muchacho de la hazaña que hubo de hundir su puñal cien veces en doscientos pesos, se bate como un puma acorralado. Su cuerpo no tiene un lugar sano. Le han acribillado las balas y muchos puñales se le han hundido. Apenas respira, pero es para levantar el brazo y enterrarlo en el primer obstáculo que encuentra. Le sangran las heridas. Los trechos del rostro que no ha manchado la sangre tienen una palidez de muerte. Ya abre los ojos con dificultad. Apenas puede proferir una maldición:¡perros!. Se arrima a una pared. Se arde. Se muere. Él, que veía todo con serenidad y precisión, siente que le han campanilleado en el oído como si un campanazo fantástico estuviera golpeándole el cerebro. Ya no velas cosas bien. Las ve borrosas. Oye una voz lejana: ¡Wawa!, ¡waway!. Pero la voz se pierde en la lejanía muelle y porosa. Está blanco todo. Se sonríe. Hay entre sus nervios un cosquilleo que le hace sonreír. Y luego amanece. ¡Cómo!. Sí, amanece. La noche ha fugado asustada. Todo lo ve de una claridad lechosa. Las nubes teñidas de un rojo de leche sanguinolento. Y nueva vez la campana y una voz que en la lejanía le dice ¡hijo! con dolor o locura. Y la mujer del encarcelado tirada debajo del perro mayordomo. Y se va Ud. para la feria con los pollerines vistosos y coloridos como aparato de fuego pirotécnico. Y otra vez la campana y un sueño que se está durmiendo hace siglos. Y alguien que pretende despertarlo en la cárcel está también junto a la burra de buena leche. La burra negra. ¡Qué tonterías!. Es Juez de Paz y se ha casado en San Juan el bribonzuelo. Se cayó la mula en el viaje a la montaña cuando el río le gritó su hambre desaforada y el sol por capricho se ha metido en la calceta de la vieja. ¡Ah, la vieja perra, es la madre del gamonal!. Y cuando era niño le gustaba el pan de la ciudad, tan blanco. Y las calles eran tan dulces y la Plaza de Puno azúcar. ¡Qué bien comen en la ciudad!. Y otra vez la campana y la voz que dice ¡HIJO!, y él que se sonríe porque ha hundido su puñal en donde hubo sitio. Y luego más blanca la alborada y por fin se ha evaporado y no oye nada y nada comprende, porque él ha triunfado sobre todos y contempla su victoria cuando lo meten en la tierra envuelto en una frazada vieja de su abuelo. Pero ya no, ¡está muerto!.
Vuelve el gamonal al terruño. Es recibido en la estación por la innumerable pandilla de sus asalariados, aunque no falten cuatro cholos altivos que vayan a sonarle pitos y latas a cambio de un cuartelazo de esos que dejan el cuerpo molido, pero honrado. Al siguiente día el periodismo local –casi suyo en absoluto, puesto que el que no se mantiene a causa de subvención fiscal, callándolo discretamente, por cierto, y en el colmo de la desvergüenza, lanzando papirotazos al amo que le hace desayunar, seguro de que su hijita no llorará hasta la Capital; el que no se mantiene así, digo, se desencorcha debido a sus dineros particulares– llámale conspicuo ciudadano, estadista de intuición, parlamentario elocuente e integérrimo, hábil político y, por último, hijo predilecto de la madre tierra, honra y gloria del campanario, e inserta los ardorosos y elocuentes discursos que prepararon dos semanas antes sus fieles y agraciados eunucos. Divinizan el menú, obra de arte sobre la cual escribe alejandrinos de corte modernista, según propia expresión, el poeta de la aldea, un paliducho señor, limeño por antonomasia, que tiene por alma una bacinica de hospital. Divinizan el menú y se lo engullen regiamente, sobre todo el poeta.
El hombre ante tantas visitas de gentes desconocidas, la mayoría de las cuales no entiende su idioma, se acoge a las rejas de presidio y mira con angustia mal reprimida, pero ahora con desconsuelo superior a la muerte. Todos, sólo le miran y pasan. Pero ellos no pasan para él.
—Por qué te han encerrado?
—¡Tatay!
—Has matado?
—¡Tatay!
—Has robado?
—¡Tatay!
Al cabo de pocos meses se le verá aparecer tras de las rejas mirando con cínica insolencia para relatar con frialdad los detalles de su crimen.
Ese cholo alto y fornido, de una belleza insospechable, es motivo de motivos para la generación de locos que hoy invaden el planeta. Allí el indio refina sus vesanías y cuando sale –¡al fin sale, porque él sabe esperar–, es un bravo e invencible caballero de asesinatos y robos.
La agilidad de un lazo bien tirado tiene el río que desciende entre fragosas montañeras, viniendo desde la apartada región de los hielos perpetuos. Mete bullas ensordecedoras de amplias sinfonías, brama y ruge entre los picachos, se desliza lento y suave en las pampas, melodiza y tañe entre las gramas de las moyas. A él se acogen los patos trigueños de plumaje tornasolado. Las pariwanas y los íbices fraternizan a sus márgenes engullendo el limo grasoso. Sus aguas no se utilizan para regadío. Pasan veloces hasta las hondonadas de los valles y más allá asumirse en el caudal marino. Abajo es la providencia. Entre los hielos una lágrima de metafísico brillar.
Vamos a protestar en forma rotunda. El indio es la bestia del Ande. Y ha sido el constructor de una de las civilizaciones, o mejor, de una de las culturas más humanas y de más profunda proyección sociológica. Cayendo bajo la garra de España, el español le ha contagiado sus defectos sin dejarles sus virtudes. Le vilipendia hoy el mestizo, el blanco y el indio alzado en cacique. Esta extorsión no tiene ningún objeto progresivo. El indio es, por ahora, y en la hacienda, retardatario y ocioso; el blanco no lo es menos. Hay descendientes de español que poseen dos siglos, vastos latifundios, y no han llevado un tractor, un automóvil, algo que revele espíritu de progreso. El indio es ocioso; el gamonal, además de ocioso es ladrón, fatuo e ignorante. Nada le lleva entre manos, sino el alcohol para degenerarlo y el rebenque para humillarlo. Ninguna escuela, ni aun escuela de frailes que es en el Ande escuela de achatamiento, donde se le hace comprender la superioridad del «niñito». Ni el gobierno. El gobierno es el mayor gamonal de la sierra y a él se afilian los menores gamonales, para tejer la impenetrable malla del centralismo limeño. Mientras tanto, el indio, que es un hombre superior en mucho al mestizo politiquero y banal, perece en los llanos del Ande sin una esperanza de regeneración. Pero estos levantamientos son el anuncio de uno mayor que cundirá con proporciones dantescas luego que haya llegado el dolor a sus límites, para imponer, por vez primera un poco de justicia social y económica en los territorios de este vasto país de los inkas, el cual –así debe conocerse en América– es uno de los que tiene mayores injusticias que remediar y más campos que sembrar. Es, pues, forzoso reconocer que estos llanos del Titikaka engendran buen número de anarquistas. Pero que todo ello cuaje en beneficio de una revolución humana, pues no hay que olvidar que cuando se nace en tierra israelita ha de ser para expandir sobre el planeta un nuevo concepto de justicia y ya no de moral sino biológico.
Monta el señor en brioso caballo de montura de caja enchapada de plata y se dirige a visitar sus dominios. El gamonal es buen ejemplo de sentido decorativo barroco. Lleva finísimo sombrero (el más caro para el caso), poncho de vicuña con guardas de seda, bufanda del mismo material finamente tejido, botas de charol y arcaicas, espuelas ronca-doras (de oro). Nada ha evolucionado. Es el tipo del colonizador nubiano, religioso y fanático, torpe y ambicioso. Recogerá, instado por el temor de las habladurías, a todos sus hijos habidos en vientres de indias, para mandarlos a la Capital de la República, a los colegios, gozando de becas para estudiantes pobres. Visita a sus pastores. Muchos le recuerdan los pasados años de pillaje; él ha engordado; ellos están abatidos. Mira, cuenta, suma, multiplica. Tiene una mueca.
Efectivamente, no le engañaba el Administrador, los terrenos han sido agrandados.
Se felicita íntimamente.
Pero habría sido perder el don de gobierno que se le descubrió en Lima, si no comprendiese que nada hay más peligroso para quien manda que dar muestra de íntimo orgullo por los resultados que en servicio humillante le muestra tras de miserables afanes. El señor hace un gesto público de desagrado. Regatea el sueldo al Administrador, disminuye el fiambre de los chacareros, estudia un aumento de sueldo al abogado y ordena la prudente distribución de lechones entre la gente depro.
Vuelve a Puno. Promete secretarías, subprefecturas, porterías, becas, subvenciones, títulos académicos; lleva consigo dos o tres muchachos pobres cuya mentalidad sea una esperanza para la Patria, y para comprobar la parábola de su actividad política, ofrece la plaza equis y una subvención de cincuenta por ciento de sus honorarios para las sociedades obreras. Y así, grave, onomatopéyico, ventrudo, retorna a la Capital. El Presidente, su amigo y cófrade, le guarda un Ministerio. La sombra del gamonal en la provincia toma entonces proporciones fantásticas. Allá su vida pasa de antesala en antesala, del W. C. al comedor de un ininterrumpido banquete, hasta que un buen día se le revienta el abdomen y el Ilustrísimo Arzobispo de la Arquidiócesis le canta un responso en do mayor… Su periódico de la provincia se enluta, las condolencias son generales, cívicas. El Administrador de la Hacienda está desorientado, pero a fijas íntimas sabe cómo va a proceder: el ganado será arreado a buena distancia, y luego… El Prefecto sufre un ataque cardiaco. A los secretarios profesionales se les vuela el apetito; pero el indio, en la cárcel, se sonríe: acaso ésta feliz coincidencia sea el origen de su transfiguración!.
En verdad los profundos secretos de la cosa pública han sufrido una interrupción penosa. Hay que hacer nueva máquina. El gamonal, personalidad impulsiva, una formidable capacidad intrigante, hombre de rápidas determinaciones, ambición inagotable y gran estampa teatral: vientre bello como la giba del monte, dentadura como las muelas del molino, ha pasado, y definitivamente, por las perspectivas del poblacho provinciano, dejando la certidumbre de una ausencia opilante. Nadie podrá continuarle. Ha reinado con derecho divino. Nació para mandar y todos le han obedecido. Sus extensas propiedades se repartirán entre sus nulos descendientes. Las tierras tendrán un nuevo propietario y una vez más se alejará la esperanza del indio de volver a la posesión de sus heredades. Para el departamento comienza una nueva vida.
Ya nadie sabe lo que vendrá después.
—¡Ah! Te lo enseñaron los ramalistas… Se comprende, indio bribón. Pero ya irás a pagarlas en la cárcel.
No se la llevaba impunemente. El viejo arrastrándose llegó hasta él y le dio un empellón; pero por nada. Presto le metió tres balas a boca de jarro.
En la explanada todo es alegría bajo la luna. La «maestra» lleva el tema satírico y le corea el ruedo con alborozo:
Ese que está mirando,
mejor será que se atreva.
El charango mantiene con simples motivos melódicos los temas de la danza. Es la kashua. Agarrados de las manos, hombres y mujeres, dan vueltas en graciosas actitudes. La naturaleza duerme. El viento silba entre los pajonales. Los perros aúllan en la lejanía pastosa mientras los corazones mozos tiemblan por el cercano con nubio germinal.
Encarna se entendía con el mayordomo. Los palos menudean para el marido. Joven y provocante tenían que apetecerla el cura del lugar, el tinterillo y el mayordomo. Estando más cerca, éste aprovechó. Ella, demasiado vivaz para mujer de pobre, comprendía las ventajas de su trato con el patrón y no se resistía cuando la oportunidad les brindaba un acercamiento. El último hijo era evidentemente engendrado por el mayordomo. Todo lo hacía suponer. Sólo el pobre del padre no le habría creído nunca porque este último chiquillo era sus dos ojos. Encarna, lo trataba mal, muy mal. Parecía despreciarlo. Contestaba casi siempre con indiferencia y dureza. El marido nada entendía de esto. Nadie hablaba nunca de lo acontecido. Es que el mayordomo, mañoso en tales artes, se la llevaba a sitios descampados en llanuras inmensas donde nadie pudiese verlos. Y nadie los vio hasta entonces. No era bonita Encarna. Era joven y dura, de carnes prietas y sólidas. Sus senos tenían la erectez de los quince años y sus ojos la quemante sensualidad de los veinticinco. El mayordomo estaba enamorado de Encarna. Le había propuesto abandonar a su hombre. Estaba enamorado hasta la coronilla.
Con lentitud y gravedad, vacas y toros, abandonan corrales después de ordeño oloroso. Síguenles, con finos ademanes, llamas y alpakas. Ovejas y cabritos se van alejando también bajo la presión de la hora suave y tónica. Humean los fogones. Los gallos cantan. Los pajaritos pían en vuelos tensos. Asomadas a las puertas de sus chujllas, las madres entregan los pezones a las boquitas desdentadas de los majjtitos, mientras los hombres se afanan en labores múltiples. Paz que transpira.
El gamonal, de todas maneras, es un poder influyente, relacionado con lo más odoroso y rumboso del centralismo capitalino. Entonces, su interés y el de la camarilla que lo ha ungido, le obligan a sostener un diario en la provincia escrito por infelices del subsuelo. Toda la basura empleómana está arrodillada a sus pies. Diez años en la capital, le han dado una forzada distinción. Viste con uno de sus últimos modelos europeos, usa sombrero de copa y quema cigarros puros, que nos recuerdan, por cierto, al sojtapicho pueblerino.
Los cielos nocturnos se suceden, unos tras de otros, sin nubes. Toda la congestión estelar gravita sobre la pampa, como ubre pletórica de leche estéril. Las chacras están muriendo en las rinconadas asesinadas por el hielo. El indio prende su fogata en la montaña para ayudar a la tierra, a la madre, a producir el calorcito que contrarreste la cuchilla del hielo. Chillan las criaturas en todas direcciones elevando en la extensión ilimitada una sola voz angustiosa, llena de lágrimas, doliente de ladridos y pellizcos y junto a este alarido viene un dolor que tiende a revelarse. Los hombres se han reunido en la cumbre. No es literatura lo que vengo relatando. Los indios van a los picachos como al corazón sigiloso de la tierra a tramar sus venganzas o a maldecir. Esto no es –repito– literatura. Literatura es aquello que he oído contar alguna vez de un indio expulsado de la hacienda con sus hijos y que, por toda venganza, al llegar encima de la cuesta se dio a sonar el phuttuto. Eso es literatura. Literatura es aquello del indio enamorado de la quena, el indio enfermo de tristeza. El indio, siendo hombre y de los mejores, no ha de tener tiempo para literatura linfática. Los indios se reúnen para maldecir, si nomás, al mayordomo, esa bestia carnicera, a los patrones, esas víboras, al párroco, ese bribón; al kellkere, esa zorra. Nadie explica si los verdugos son los actuales poseedores de la hacienda. Los que dominan gozan la utilidad de su trabajo y son causa de sus hambres. A ellos, pues, debe encaminarse la venganza. Con aguzar un poco la mirada se ve el caserío de la finca perdido en una rinconada a muchas leguas de distancia. Hacia esos lugares se ve parpadear una luz.
Alrededor de la fogata hay un maravilloso registro de gestos. Todos tienen torva mirada, labios gritadores en impenetrable mudez. Están reunidos para maldecir, y aunque alguno hable exponiendo planes, no se le toma en cuenta. Hay una sola verdad: y es que deben alzarse, invadir la finca y acabar con los malditos. ¿Cómo se hará ésto?. Lo importante es que se haga. Uno se yergue sobre los demás. No es para mandar. Es para dejar que sus nervios tiemblen mejor. Circula una cita. ¡Iremos!. Y luego no se oye más que el general llanto surgido de la pampa enorme enrojecida de coraje. No hay cosecha… pero los graneros están repletos en la hacienda. !Adelante!.
En medio de una planicie suficientemente extensa para causar la admiración de cualquier lechuza, hay un cerro de cono truncado sobre cuyo plano se alzan las chullpas de prieta roqueda. Están semi destruidas, pero conservan aun la grandiosidad del pasado. Hablan con lenguas multicolores, si se les mira como a juguetes persistiendo en las arrugas de los siglos. Ellas, a pesar su con formatura semi trágica, son para el hombre divergente, adornos del tiempo, como aretes y cachivaches de momias. Rectangulares, como toda obra inkásica, hacen pensaren una angustia superior a la risa, pero que llama a risa siempre, desde que la risa es canal por donde evacúan las cloacas interiores. En alto relieve hay tallados, dos pumas: son el símbolo de la libertad concedida por la Naturaleza a los hijos que se alimentaron de su sangre!.
Que los temas musicales que el indio desenvuelve en su rústico carrizo obedezcan a melancolía, a tristeza añeja, fruto de mitimaes, imperio y conquista, podría ser una afirmación respetable para quien no presenciara el devenir andino y, lo que es más, para quien no hubiese sentido en sus inquietudes arder la llama oculta que es el mandato de la raza. El indio es de espíritu vibrátil, pero no bullanguero; la naturaleza es épica, pero no revoltosa. Y el huayño que ha sido hasta ahora interpretado como un ritmo bailable sin otra trascendencia, encierra cuanto ha pensado: en el momento de las cóleras vengadoras, es la representación completa de su poder y en la danza la invitación viril del mancebo fornido y florido. Acaso el huayño en ciertas actitudes describe la unción guerrera y siempre un ímpetu de dominio.
El marido de la Encarna, alguna vez hubo de pillarla debajo del ijar anheloso del mayordomo. Aquella vez vació toda su cólera. El mayordomo no tenía armas con qué defenderse. Tuvo que soportar el castigo del hombre. Cada porrazo parecía matarlo. Ese esqueleto primitivo daba la impresión de una maquinaria de muerte. El mayordomo pidió auxilio, pero ¿a quién?. El cornudo se lo prestó dejándolo semimuerto en el suelo tantas veces cómplice. A Encarna la miró con pena. Se la llevó reprendiéndola, amonestándola, casi con dulzura. Pero a los ocho días encontraron al mayordomo con la cabeza cercenada en su propia habitación, mientras el marido de la Encarna picchaba su coca habitual. Así permaneció hasta que se lo llevaron a la cárcel.
3
Todas las noches gime el viento entre las breñas, silba en elvericueto, amenaza sordamente entre los pajonales. En sus chillidos alguien descubre pasos del huayño. Es a veces la canción pastoril, motivo de paz arcádica y el puñal que degüella y justifica.
En la inquietud pesarosa de la parcela cuán dulce y grato al espíritu el discurrir cadencioso de la existencia animal. Cuando miramos, es la chita que balando busca en la conglomeración de carneros el pezón de su ubre. Sabe reconocer la voz de su madre, su dulce entonación. Esto ocurre al atardecer, cuando el zagal arrea el ganado al establo. Dios fraterniza con la luz dorada y la enciende de misterioso hondor.
¡Ah!. Entonces se comenzó a oír los breves, espesos rugidos. Ya, hacía el mediodía; para quien oye y sabe comprender, la pampa estaba preñada de cólera. Ya se oía el breve y espeso rugido:
—¡Phu! ¡Phu!.
Compactos grupos de indiada, descendiendo los cerros, armados de garrotes, cuchillos, rifles, hondas, ya de noche, se aproximaban al caserío. En la hacienda se tuvo noticia tarde y luego se procedió a cerrarlas puertas, armarse y mandar «propio» a la capital en solicitud de fuerzas de policía. La indiada se acercaba. Eso era evidente. Silbaron algunas piedras. ¿Quién comanda a los indios?. Eso no se sabe. ¡Alguien va!. Los phuttutos rugen con más frecuencia y en todas direcciones. Vibran en lejanías y como si la montaña recogiera la voz, se les oye bramar junto a los corrales de la alquería. El mayordomo está convencido que el ataque no tardará. Pero no sabe que cuando habla le están oyendo orejas enemigas acurrucadas en el fondo del patio. Antes que lo ataquen, pensando intimidarlos, parapetado sobre los techos y ventanas, vacía sus cartucheras. Entonces los indios brotan del suelo y se inicia la lucha. Ya se perciben los ayes de algunos heridos y en el reposo bestial de la noche el quejumbroso balido de las ovejas que rompen la estaca del redil y ciegas se echan a huir impelidas por el espanto de los hombres. La indiada trata de forzar la puerta principal. Ellos esperaban que se abriera pronto; pero ya han sido degollados los encargados de hacerlo. Presto se ve surgir una llamarada humeante dentro de las pajas de la techumbre y un alarido de placer y victoria enronquece. Los gritos se centuplican estentóreos y epilépticos. El fuego, en lenguas, lame los muros y se contorsiona en el espacio. Desde el mojinete donde se defendía bravamente ha caído uno de los hombres de la finca, uno de los malhabidos secuaces del gamonal. Ha caído entre las fauces, sobre el haz de leña verde, carne fresca para el kancacho. Lo trucidan con desesperado gesto. Lo maldicen. Lo parten. No le dejan tiempo para confesarse, lo cual es el último dolor del católico. La puerta no cede, pero con felina agilidad se ha visto a un muchacho trepar paredes, el ancho cuchillo en la boca sangrante, atravesar los techos entre las llamas y perderse en nubes de humo. Y luego nada. Sólo que la puerta gira sobre sus goznes y la ola furiosa invade el caserío. El incendio se ha propagado. El patio, donde acuchillan y machucan, quema como un horno. El mayordomo está tostándose en un rincón; lo buscan afanosamente. Hay montones de cadáveres. Los fusiles no dejan de vomitar agonías. Lloran las mamalas prendidas de sus amados cadáveres, cuando les cae un adobe del edificio que se desmorona. El muchacho de la hazaña que hubo de hundir su puñal cien veces en doscientos pesos, se bate como un puma acorralado. Su cuerpo no tiene un lugar sano. Le han acribillado las balas y muchos puñales se le han hundido. Apenas respira, pero es para levantar el brazo y enterrarlo en el primer obstáculo que encuentra. Le sangran las heridas. Los trechos del rostro que no ha manchado la sangre tienen una palidez de muerte. Ya abre los ojos con dificultad. Apenas puede proferir una maldición:¡perros!. Se arrima a una pared. Se arde. Se muere. Él, que veía todo con serenidad y precisión, siente que le han campanilleado en el oído como si un campanazo fantástico estuviera golpeándole el cerebro. Ya no velas cosas bien. Las ve borrosas. Oye una voz lejana: ¡Wawa!, ¡waway!. Pero la voz se pierde en la lejanía muelle y porosa. Está blanco todo. Se sonríe. Hay entre sus nervios un cosquilleo que le hace sonreír. Y luego amanece. ¡Cómo!. Sí, amanece. La noche ha fugado asustada. Todo lo ve de una claridad lechosa. Las nubes teñidas de un rojo de leche sanguinolento. Y nueva vez la campana y una voz que en la lejanía le dice ¡hijo! con dolor o locura. Y la mujer del encarcelado tirada debajo del perro mayordomo. Y se va Ud. para la feria con los pollerines vistosos y coloridos como aparato de fuego pirotécnico. Y otra vez la campana y un sueño que se está durmiendo hace siglos. Y alguien que pretende despertarlo en la cárcel está también junto a la burra de buena leche. La burra negra. ¡Qué tonterías!. Es Juez de Paz y se ha casado en San Juan el bribonzuelo. Se cayó la mula en el viaje a la montaña cuando el río le gritó su hambre desaforada y el sol por capricho se ha metido en la calceta de la vieja. ¡Ah, la vieja perra, es la madre del gamonal!. Y cuando era niño le gustaba el pan de la ciudad, tan blanco. Y las calles eran tan dulces y la Plaza de Puno azúcar. ¡Qué bien comen en la ciudad!. Y otra vez la campana y la voz que dice ¡HIJO!, y él que se sonríe porque ha hundido su puñal en donde hubo sitio. Y luego más blanca la alborada y por fin se ha evaporado y no oye nada y nada comprende, porque él ha triunfado sobre todos y contempla su victoria cuando lo meten en la tierra envuelto en una frazada vieja de su abuelo. Pero ya no, ¡está muerto!.
Vuelve el gamonal al terruño. Es recibido en la estación por la innumerable pandilla de sus asalariados, aunque no falten cuatro cholos altivos que vayan a sonarle pitos y latas a cambio de un cuartelazo de esos que dejan el cuerpo molido, pero honrado. Al siguiente día el periodismo local –casi suyo en absoluto, puesto que el que no se mantiene a causa de subvención fiscal, callándolo discretamente, por cierto, y en el colmo de la desvergüenza, lanzando papirotazos al amo que le hace desayunar, seguro de que su hijita no llorará hasta la Capital; el que no se mantiene así, digo, se desencorcha debido a sus dineros particulares– llámale conspicuo ciudadano, estadista de intuición, parlamentario elocuente e integérrimo, hábil político y, por último, hijo predilecto de la madre tierra, honra y gloria del campanario, e inserta los ardorosos y elocuentes discursos que prepararon dos semanas antes sus fieles y agraciados eunucos. Divinizan el menú, obra de arte sobre la cual escribe alejandrinos de corte modernista, según propia expresión, el poeta de la aldea, un paliducho señor, limeño por antonomasia, que tiene por alma una bacinica de hospital. Divinizan el menú y se lo engullen regiamente, sobre todo el poeta.
4
El hombre ante tantas visitas de gentes desconocidas, la mayoría de las cuales no entiende su idioma, se acoge a las rejas de presidio y mira con angustia mal reprimida, pero ahora con desconsuelo superior a la muerte. Todos, sólo le miran y pasan. Pero ellos no pasan para él.
—Por qué te han encerrado?
—¡Tatay!
—Has matado?
—¡Tatay!
—Has robado?
—¡Tatay!
Al cabo de pocos meses se le verá aparecer tras de las rejas mirando con cínica insolencia para relatar con frialdad los detalles de su crimen.
Ese cholo alto y fornido, de una belleza insospechable, es motivo de motivos para la generación de locos que hoy invaden el planeta. Allí el indio refina sus vesanías y cuando sale –¡al fin sale, porque él sabe esperar–, es un bravo e invencible caballero de asesinatos y robos.
La agilidad de un lazo bien tirado tiene el río que desciende entre fragosas montañeras, viniendo desde la apartada región de los hielos perpetuos. Mete bullas ensordecedoras de amplias sinfonías, brama y ruge entre los picachos, se desliza lento y suave en las pampas, melodiza y tañe entre las gramas de las moyas. A él se acogen los patos trigueños de plumaje tornasolado. Las pariwanas y los íbices fraternizan a sus márgenes engullendo el limo grasoso. Sus aguas no se utilizan para regadío. Pasan veloces hasta las hondonadas de los valles y más allá asumirse en el caudal marino. Abajo es la providencia. Entre los hielos una lágrima de metafísico brillar.
Vamos a protestar en forma rotunda. El indio es la bestia del Ande. Y ha sido el constructor de una de las civilizaciones, o mejor, de una de las culturas más humanas y de más profunda proyección sociológica. Cayendo bajo la garra de España, el español le ha contagiado sus defectos sin dejarles sus virtudes. Le vilipendia hoy el mestizo, el blanco y el indio alzado en cacique. Esta extorsión no tiene ningún objeto progresivo. El indio es, por ahora, y en la hacienda, retardatario y ocioso; el blanco no lo es menos. Hay descendientes de español que poseen dos siglos, vastos latifundios, y no han llevado un tractor, un automóvil, algo que revele espíritu de progreso. El indio es ocioso; el gamonal, además de ocioso es ladrón, fatuo e ignorante. Nada le lleva entre manos, sino el alcohol para degenerarlo y el rebenque para humillarlo. Ninguna escuela, ni aun escuela de frailes que es en el Ande escuela de achatamiento, donde se le hace comprender la superioridad del «niñito». Ni el gobierno. El gobierno es el mayor gamonal de la sierra y a él se afilian los menores gamonales, para tejer la impenetrable malla del centralismo limeño. Mientras tanto, el indio, que es un hombre superior en mucho al mestizo politiquero y banal, perece en los llanos del Ande sin una esperanza de regeneración. Pero estos levantamientos son el anuncio de uno mayor que cundirá con proporciones dantescas luego que haya llegado el dolor a sus límites, para imponer, por vez primera un poco de justicia social y económica en los territorios de este vasto país de los inkas, el cual –así debe conocerse en América– es uno de los que tiene mayores injusticias que remediar y más campos que sembrar. Es, pues, forzoso reconocer que estos llanos del Titikaka engendran buen número de anarquistas. Pero que todo ello cuaje en beneficio de una revolución humana, pues no hay que olvidar que cuando se nace en tierra israelita ha de ser para expandir sobre el planeta un nuevo concepto de justicia y ya no de moral sino biológico.
Monta el señor en brioso caballo de montura de caja enchapada de plata y se dirige a visitar sus dominios. El gamonal es buen ejemplo de sentido decorativo barroco. Lleva finísimo sombrero (el más caro para el caso), poncho de vicuña con guardas de seda, bufanda del mismo material finamente tejido, botas de charol y arcaicas, espuelas ronca-doras (de oro). Nada ha evolucionado. Es el tipo del colonizador nubiano, religioso y fanático, torpe y ambicioso. Recogerá, instado por el temor de las habladurías, a todos sus hijos habidos en vientres de indias, para mandarlos a la Capital de la República, a los colegios, gozando de becas para estudiantes pobres. Visita a sus pastores. Muchos le recuerdan los pasados años de pillaje; él ha engordado; ellos están abatidos. Mira, cuenta, suma, multiplica. Tiene una mueca.
Efectivamente, no le engañaba el Administrador, los terrenos han sido agrandados.
Se felicita íntimamente.
Pero habría sido perder el don de gobierno que se le descubrió en Lima, si no comprendiese que nada hay más peligroso para quien manda que dar muestra de íntimo orgullo por los resultados que en servicio humillante le muestra tras de miserables afanes. El señor hace un gesto público de desagrado. Regatea el sueldo al Administrador, disminuye el fiambre de los chacareros, estudia un aumento de sueldo al abogado y ordena la prudente distribución de lechones entre la gente depro.
Vuelve a Puno. Promete secretarías, subprefecturas, porterías, becas, subvenciones, títulos académicos; lleva consigo dos o tres muchachos pobres cuya mentalidad sea una esperanza para la Patria, y para comprobar la parábola de su actividad política, ofrece la plaza equis y una subvención de cincuenta por ciento de sus honorarios para las sociedades obreras. Y así, grave, onomatopéyico, ventrudo, retorna a la Capital. El Presidente, su amigo y cófrade, le guarda un Ministerio. La sombra del gamonal en la provincia toma entonces proporciones fantásticas. Allá su vida pasa de antesala en antesala, del W. C. al comedor de un ininterrumpido banquete, hasta que un buen día se le revienta el abdomen y el Ilustrísimo Arzobispo de la Arquidiócesis le canta un responso en do mayor… Su periódico de la provincia se enluta, las condolencias son generales, cívicas. El Administrador de la Hacienda está desorientado, pero a fijas íntimas sabe cómo va a proceder: el ganado será arreado a buena distancia, y luego… El Prefecto sufre un ataque cardiaco. A los secretarios profesionales se les vuela el apetito; pero el indio, en la cárcel, se sonríe: acaso ésta feliz coincidencia sea el origen de su transfiguración!.
En verdad los profundos secretos de la cosa pública han sufrido una interrupción penosa. Hay que hacer nueva máquina. El gamonal, personalidad impulsiva, una formidable capacidad intrigante, hombre de rápidas determinaciones, ambición inagotable y gran estampa teatral: vientre bello como la giba del monte, dentadura como las muelas del molino, ha pasado, y definitivamente, por las perspectivas del poblacho provinciano, dejando la certidumbre de una ausencia opilante. Nadie podrá continuarle. Ha reinado con derecho divino. Nació para mandar y todos le han obedecido. Sus extensas propiedades se repartirán entre sus nulos descendientes. Las tierras tendrán un nuevo propietario y una vez más se alejará la esperanza del indio de volver a la posesión de sus heredades. Para el departamento comienza una nueva vida.
Ya nadie sabe lo que vendrá después.
*Extraído de: "El Gamonal y otros relatos", Gamaliel Churata, págs. 9-24, Editorial Korekhenke (abril, 2013).
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