26 jul 2014

"Si eres vida ¿Por qué me das la muerte?", por Luis Alberto Sánchez





Al abandonar San Carlos, trasponiendo los umbrales de la vida, el joven abogado trunco se encontró en un ambiente propicio. La época se amoldaba a sus gustos, y no experimentó, por consiguiente, ningún remordimiento, al arrojar a un rincón de su estancia aquellos voluminosos códigos en los que volcara inteligencia y vida, su padre, el doctor don Francisco Manuel quiso observar la vida misma, antes de intervenir como beligerante. 
            
       Pasaban junto a él los escritores famosos de entonces. Todos con corbatones de lazo, como mariposas negras anudadas en derredor del cuelo no siempre blanco, pero siempre rígido; o con aquellas otras corbatas presuntuosas de plastrón, solemnes y ostentas, que daban a los hombres un aspecto de evadidos de un grabado en acero. Barbas cortas y pulcras a lo Espronceda; perillas esbeltas y lacias como las de cualquier capitancito del futuro Napoleón el Chico; melenas ensortijadas, a fuer del abuelo etíope, o lacias, por proclamar el abolengo indígena: bigotazos mosqueteros en menor número que los bigotazos copiosos, pero derrengados sobre las comisuras de los labios; gestos rebeldes o sitibundos, Manfredo o Chatterton; y, sobre el corazón, aunque no sobre la solapa, la condecoración más alta: incomprendidos por la imperecedera Ella.

     Prada, con su apostura enhiesta y serena, no se resignaba a ser como esos vivientes grabados románticos, pero, en secreto, deseaba parecérseles... Quedaban dos sobrevivientes de la vieja guardia: el comandante retirado don Manuel Ascensio Segura, y el aristocrático ex ministro don Felipe Pardo y Aliaga. Aquel arrastraba su vejez cansina desengañada, entre las tertulias de "El Comercio" las pláticas en cada de don Juan Antonio Ribeyro y el merodear por los Portales de la Plaza de Armas, charlando con "indefinidos" famélicos sobre montoneras inminentes: a veces interrumpía la perorata politiquera y se le encendía el único ojo -cíclope cesante y anticuchero- al pasar a su lado alguna mozuela de saya y manto, contoneando provocativamente las caderas, al taconeo impertinente del menudo pie. En cambio, Felipe Pardo, apoltronada su vejez patricia y relumbrante en su sillón de paralítico, miraba, larga y amorosamente, a su hija Paca, afanada copiar los celebrados versos, versos alegres a menudo, pero enronquecida la alegría por una inocultable amargura de desadaptado. Los dedos afilados del paralítico separaban de cuando en cuando una página: "no, esto no lo copies, Paca, es demasiado alusivo"; y quedaba olvidado el epigrama picante. Así vivían los dos antiguos ídolos literarios. Todo el que manejaba la copla populachera y escarbaba la costumbre nacional, iba a rendir pleitesía a don Ascensio. Todo el que sentía la literatura como patrimonio de escogidos, ejercicio dilecto, cultista, imitaba al señor Pardo, Don Ramón Castilla, el antiguo adversario de don Francisco Gonzáles de Prada, se identificaba un tanto con Segura, que, también había libertado a los cafres, pero a los cafres literarios. Pardo, fiel a Vivanco-enemigo de Castillas, y admirado antaño por don Francisco González de Prada- lanzaba proclamas versificadas y teóricas, en las que repercutía el eco del académico que incidió en la montonera, aquel buen mozo y bien vestido señor don Manuel Ignacio de Vivanco. Carlos Augusto Salaverry, militar y poeta, derretía terrones de azúcar a os pies de "ellas". Pero, Ricardo Palma, un escritor maduro, cuyos treinta años triunfaban sonoramente, conciliaba a Pardo con Segura en sus artículos, pues, al elogiar a éste y editar sus obras no vacilaba en calificar a aquel como el mayor ingenio de las letras peruanas; y aun cuando celebraba el clasicismo de don Felipe cultivaba en su manera la deshilachada musa de don Ascensio.

         Manuel González de Prada miraba, con cierto dejo de melancolía algún ribete de burla, aquel afanoso discurrir de ingenios mayores y mayoritarios. Ya había dicho Musset, el fiero consejor de minoritarismo: "Mi vaso es pequeño, pero ya bebo en mi vaso". Manuel guardaba, también, para sí, su "petit verre", su pequeño vaso; un drama que no quiso llevar a la escena. Entre clase y clase de San Carlos, había compuesto, al gusto de la época, una pieza teatral de título elocuente: "Amor y Pobreza". No pudo librarse totalmente del embate romántico que lo avasallaba todo, pero tuvo la pulcritud del inédito. Una tarde tremenda, de azoramiento y expectativa, en que su adolescencia sintió la alucinación de la gloria literaria -ya que no había podido obtener la codiciada gloria industrial- se dedicó a trazar la primera frase de su obra, pero, antes, escribió con su fina y perfilada letra inglesa la fecha de la iniciación: 25 de octubre de 1864. Durante cuatro días no descansó. Abandonó otras ocupaciones y se dedicó a terminar el primer acto. Se desanimó, luego. Durante dos meses durmieron los originales, mas, nuevamente tornó a escribir vorazmente, dos días íntegros, para rematar el segundo acto. Pensó después cómo terminar el conflicto y se decidió a acabar. No soltó la pluma hasta que, ilusionado y temeroso, firmó y fechó: 20 de febrero de 1865. Añadió algunas acotaciones y guardó el manuscrito en una gaveta, pensando entregarlo más tarde a alguna compañía de cómicos. En realidad, lo entregó definitivamente al olvido.

         Estaba descontento de sí mismo. Para entretenerse, tradujo algunas poesías del alemán e inglés. Vertió íntegramente al castellano "Der Niebelungen", y, terminado su trabajo, despedazó los originales. En cuadernos pulcros, su pulcra letra inglesa- manes de Mister Blum- trazó imitaciones y traducciones de Goethe, Schiller, Heine, Chamisso, Koerner, Rückert, von Blaten... El adolescente vertía así una estrofa de Goethe:

Resbalan noches sin días,
Días sin noches resbalan; 
   Pero, en las alas del tiempo,
   Nuestro amor vuela sin alas.

          ¿Le mordía -a él también;- el romanticismo? Perplejo y dubitativo, espectaba la vida. Los románticos peruanos no podían libertarse aún de la influencia del gaditano José Joaquín de Mora, que enfundó en levita y calzó guantes al gusto de la época. Frente a él, se desmelenaba otro español, Fernando Velarde, versificando imprecaciones. Las ideas danzaban sin ritmo preciso. En el Colegio de Guadalupe primaba la tendencia liberal, impresa por otro español y masón,don Sebastián Lorente; mientras que en el Convictorio Carolino perduraba aún la huella conservadora de don Bartolomé Herrera, atemperada por el eco de la reacción liberal de sus discípulos. Tiempos de proclamas, folletos, discursos, versos, discursos, declaraciones, discursos, discursos... Manuel simpatizaba con los liberales, pero no quería mortificar más a su madre, la pobre doña Josefa, tan severa y ultramontana como incomprensiva y exigente. La tradición familiar alejaba a Manuel de los liberales, adversarios de su padre. En cambio, su educación literaria debía acercarle a los conservadores. En el Colegio Inglés de Valparaíso aprendió a respetar a los clásicos, aunque no al clericalismo. Leyó, pues, no solamente a hiperbólicos románticos, sino escritores del siglo de oro. Además, su idiosincrasia, le alejaba de la "bohemia" en el sentido trashumante y pintoresco de ella. Como conocía directamente a Byron, Hugo, Lamartine, Shiller, Heine, Vigny, estaba a salvo de imitaciones de segunda o tercera mano. En silencio escribía, pues, sus versos. Algunos amigos que lo sospechaban a través de sus disquisiciones literarias, le instaban para que publicase. Obin sobretodo se empeñaba en ello; pero, Manuel, con dulce firmeza,se negó obstinadamente:

           -No, publicaré nada. Yo debí ser ingeniero y mi afición me lleva al campo, a las matemáticas o a la química. Los versos son puro entretenimiento. Además...
           
          Y mentía. Se mentía a sí mismo, por modestia, por pudor, más que por timidez. Silenciosamente terminaba una nueva obra teatral, porque su corazón se estremecía con la urgencia del estreno, con esa oscura ansiedad, palpitante y aguda, que en las mujeres es como el baedecker del himeneo.Los dieciocho años, vigorosos y gallardos, experimentan la necesidad de proteger a alguien, mezclada al vaho anhelo de sentirse doblegado ante un ser más débil, por puro deseo de estar así. Manuel, a fuerza de haberse acorazado contra su propio destino, sentía la urgencia de avasallarse, de arrojar en un rincón, lejos de todos, la coraza impalpable e invulnerable. Escribía, pues, versos, con más vehemencia que nunca. Escribía y, luego, rasgaba los originales para evitar la tentación de la imprenta.. Mas, como la aparición de todo literato solía producirse, entonces, en un teatro -cual lo habían hecho los románticos- Manuel no pudo librarse de la debilidad de escribir una comedia: "La tía y la sobrina", pieza cómica terminada en once días. Animado por los elogios de sus íntimos, se decidió a representarla. El censor municipal era, en esos días, don Antonio Arenas, abogado, muy amigo del padre del novel autor. Leyó el doctor Arenas la comedia atentamente. Leyó varias veces el nombre de quien lo había enviado. Repantigado en el sillón comunal, calados los espejuelos, leyó... Pero, su imaginación volaba en pos de aquel doctor de don Francisco a quien tanto había querido. Don Antonio Arenas tenía un espíritu comprensivo y sólida cultura jurídica, pero escaso gusto literario. Pasó, pues, rápidamente las páginas y, al finalizar, estampó, con una forma el ritual "Puede representarse"; y, enseguida, previa fugaz consulta al calendario, fechó, "16 de febrero de 1867", y, luego, trazó una complicada rúbrica, capaz de confundirse, por lo arabesca, con un fragmento de las suras del Koran.

             El pase no sirvió de nada. Manuel había decidido ya no representar su obra. Estaba descontento de ella.

             Durante algunos meses vivió atento al reclamo insistente de la Patria. La guerra contra España y la campaña contra Pezet conmovían los ánimos. Se exaltaron los románticos. Uno de ellos, glosada un viejo romance castellano, burlándose de la derrota de la escuadra española en el Callao:

Buena la hubisteis, don Mendo,
En esa del Dos de Mayo...       

             Pero ahí "en esa del Dos de Mayo", murió Gálvez, el antiguo adversario de don Francisco González de Prada, y ahí, también, experimentó Manuel, cerca de las baterías, la violenta emoción del peligro, ese olor acre de sangre y pólvora, tan diferente a las catástrofes pintadas por los poetas patrioteros de las efemérides.
             
          Aquello pasó. Los grandes funerales de don Felipe Pardo le sacaron momentáneamente de su retraimiento. Pensó, sin duda, al ver pasar las mulillas enlutadas y emplumeradas, y tras ellas, un compungido cortejo de eminencias locales, pensó que el literato debe mezclarse a la política para que la fama dore sus prestigios; y pensó, también, en el reilón Segura, extinguiéndose, a la sombra de los suyos, en su modesta condición de retirado, no obstante de haber sido columna del teatro nacional y haber determinado la vocación criollista del triunfador de entonces, don Ricardo Palma. Los literatos, comprendiendo instintivamente eso, se agrupaban en asociaciones mitad social políticas, mitad literarias, como la de "Los amigos de las letras", que contó con la protección del presidente Pardo, de don Francisco García Calderón, de don Simeon Tejeda, y en la cual se agruparon Felix Cipriano Coronel Zegarra, el orador y jurista Cesáreo Chacaltana, el poea Luis B. Cisneros, don Ricardo Heredia, Enrique Ramos, el militar Eléspuru y otros. De ahí nació, en seguida, el "Club Literario".
                  
               Manuel se ensayaba publicando ya, aunque con seudónimos, artículos de dura crítica y evidente radicalismo, evocadores de Hugo y de Vigil, en el diario "El Nacional". Ahí escribía también Abelardo Gamarra, joven huamachuquino, admirador de don Manuel Pardo y más tarde devoto fiel de don Manuel... Nadie sospechaba, en casa de los González de Prada, que Manuel era el redactor de algunos virulentos comentarios sobre la realidad peruana. Y doña Josefa,en la sobremesa, fenecido el "ofertorio de los choclos", dictó sentencias contra el osado escritorzuelo, impío y descreído, para quien serían débiles todos los castigos del infierno. Manuel escuchaba en silencio, sin levantar los ojos del blanco mantel persignado por los cubiertos de plata maciza. Ay, si hubiera sabido doña Josefa que era él, un González de Prada y Ulloa, el impío, descreído, osado, simiente de escándalos. Tan solo sospechaba la buena señora que su hijo andaba componiendo versos un poco raros, pues algunos literatos venían a buscarle, a pesar de que él se apartaba sistemáticamente de los corrillos. Los amigos íntimos repetían muchas de sus observaciones y recitaban sus poemas. Le solicitaban colaboración las revistas literarias. Un día, el excondiscípulo Piérola, que redactaba "El Tiempo" y figuraba ya como política de porvenir, le detuvo en la calle. Piérola era entonces profesor adjunto de Historia y Religión en la Facultad de Letras,cuyo decanato acababa de recibir Sebastián Lorente de manos del Dean Valdivia, y en la cual ya Juan de Arona dictaba el curso de Literatura Latina. Manuel caminaba erguido, pensando en un soneto que deseaba escribir. Un verso la inquietaba como invitándole a evadirse. Su desazón se acentuaba casa vez más. Los bohemios, en semejante trance, hubieran prorrumpido en ensordecedores clamoreos. Habrían escrito, "Amor ven que te espero". O, tal vez, "Amor, eres la vida". O "Mi corazón es una pira de amor". O, "En el abismo de mis amarguras, eres un faro, amor". O, en fin, cualquier otro giro por e estilo. Quizá Manuel, en la penumbra de una cita fugaz, al pie de la clásica ventana de los encandilamientos, habría podido balbucear el romántico "Vida mía". Pero, ahora, cavilaba, sediento de esclarecer su propia inquietud; pensaba: "amor, si eres la vida, ¿por qué nos angustias tanto?"... No, así, no. -protestaba el oído métrico: "Si eres vida, ¿por qué me das la muerte?" Y se perfeccionaba el ritmo: "Si eres muerte, por..."- Adiós, amigo González de Prada -le interrumpió una vocecilla gangosa que no escuchaba hacía tiempo-.
       
             Manuel se detuvo. El exseminarista Piérola le tendía la mano pulcra. Los ojos del poeta recorrieron rápidamente la brevísima figura. Descendieron, luego, calmosamente, hasta los ojos del aprendiz de político que hablaba ya con cierto énfasis natural:
    
              -¿Cómo están la señora doña Josefa, su hermana Cristina, la señorita Isabel? Ayer tuve el gusto de conservar un rato con su hermano, don Francisco...
 
               Manuel respondía cortésmente, perdida la imaginación en la persecución del verso trunco. Piérola le brindó su apoyo, insinuándole vagamente que debía seguir las huellas de su padre y su hermano. Manuel se turbó profundamente y perdió el hilo de la estrofa:

               -No, señor de Piérola, no es mi camino la política, por ahora al menos...

               -Ya es sabido que las letras tienen en el señor González de Prada un eximio cultor...

                La charla duró poco: Manuel se alejó por un lado; Piérola, por el otro.

            Ocurrió por esos días un terremoto en Arequipa, la tierra nativa de doña Josefa. Al saberlo, se conmovió profundamente la familia de Manuel, y él mismo deseó ir a la ciudad atribulada. En persecución del verso interrumpido, pidió que le permitieran embarcar en el buque de guerra portador de socorros, y así conoció la tierra de los Ulloa, donde sus padres tejieran el remoto epitalamio. Anudó antiguas amistades, cultivó recuerdos, se mezcló con el pueblo, sintió la belleza profunda de Yamahuara, la vibración plebeya de la chicha y el tambo. Regresó a Lima... "Si eres vida, ¿por qué me das la muerte?"... Le trajeron los viajes por el país. Por conocer Cerro de Pasco, sus centros metalúrgicos y la explotación de los hombres, no vaciló en realizar un largo viaje a caballo, a través de la región andina. Vio mucho, vio, sobre todo, al indio. Anduvo cuanto le fue posible. En una de aquellas andanzas, tropezó, cierta vez, con un indígena, que, tirado en el suelo, sufría la tortura del soroche. Manuel se apeó y, al destapar su frasco de éter para auxiliar al caído, explotó el frasco, y el salvador quedó ciego, gimiente. Hubieron de conducirle en angarillas hasta La Oroya. Y durante varias semanas, se creyó que Manuel no recuperaría la vista.
         
                Regresó a Lima, siempre a caballo. Al llegar, volvió a inquietarle aquel verso trunco. ¡Quién sabe si paseó alguna noche frente a una ventana cerrada! Tal vez no volvieron a sonreírle ciertos labios. Porque esa noche, a la vacilante luz del velón de su alcoba, comenzó a escribir, línea a línea, sin tachas casi, versos, hasta alinearlos en un soneto:

Al amor

              Amors est-il mals? est-il biens?

      Si eres, amor, un bien del alto cielo,
  ¿Por qué las dudas, el gemido, el llanto,
  La desconfianza, el torcedor quebranto,
   Las turbias noches de febril desvelo?    

     Si eres un mal en el mezquino suelo,
¿Por qué las risas, el arrobo santo,    
Las horas de placer, el dulce canto,   
Las visiones de paz y de consuelo?    

          Si eres nieve, ¿por qué tus vivas llamas?
Si eres llama, ¿por qué tu hielo inerte?
    Si eres vida, ¿por qué me das la muerte?

           ¿Por qué la sombra, si eres luz querida?
    Si eres vida, ¿por qué me das la muerte?
    Si eres muerte, ¿por qué me das la vida?

                                                   1869.

              Otros versos nacían, como trasuntos de alguna súbita congoja. Ensayaba el rondel, caro a Banville, el triolet, la balata y el pantum. Decía en alguna criolla estrofa; quejándose románticamente:

Los sueños del pasado, halagadores,
A mi alma tornan con vistoso vuelo...

               En cierto soneto, titulado "Tedio", acentuaba esta nota:

el mal oculto que mi ser devora
no es el recuerdo de amor perdido...
... Es un mal sin alivio, ni remedio
Como la muerte abumador, y helado
El mal del siglo, el incurable tedio!

Se perfilaba su escepticismo en un triolet:                                                                      

Nada ya del hombre espero

Jugueteaba con la rima, al modo galo:                                                                          

Son, Niña
Amor
Y tienes  
un sueño 
veloz.     

               Pero, predominaba, siempre, la nota escéptica del incrédulo beligerante, es decir del futuro radical: al leer la Biblia, "tremante el corazón y el alma inquieta", no hallaba "la luz de la verdad divina, y sí la duda y el error nefando", por lo que, rasgando las páginas exclamaba desencantado: "Oh, verdad, tú no existes en el mundo".      

              La vida se presentaba descarnada y adusta a los ojos del poeta. Había llegado la mayoridad. Le buscaban los escritores. Pero, la áspera fe de doña Josefa detenía el libre vuelo de Manuel. No deseaba ocasionar dolor a su madre, y prefería imponerse la disciplina del silencio. Sin embargo, ya la familia enrumbaba hacia distintos climas. Francisco se dedicaba a los negocios, la vida social, un algo a la política, y, a la sazón, viajaba cómodamente por Francia y, luego, por España, en pos de los rancios parientes gallegos. Cristina había casado con Don Domingo Mendoza y Boza, limeño de alta alcurnia; Isable, la menor, al cumplir los veinte años, compraría una vasta propiedad vecina al Convento de los Descalzos y establecería ahí, como deseara doña Josefa, una especie de cenobio, mistura de escuela y convento, en donde viviría entregada a la penitencia y la oración. Manuel se decidió a partir, él también, a sepultar en la soledad su rebeldía. Años más tarde su hijo Alfredo, al conocer aquella curiosa situación familiar, le preguntaría a Prada:

                - Y ¿por qué no entró tía Isabel en un convento?
        
                Y Manuel, convertido ya en don Manuel, le respondería:

                - Porque no podía empezar como abadesa... 

                Y así fue, en verdad. El ánimo misionero de los González de Prada requería una condición severa, tal como los había habituado doña Josefa. El mismo Manuel manifestaba ya su personalidad, aunque siempre inclinado a guardar la paz de su hogar y la alegría de su madre. Por respeto a ello, decidió confinarse en una hacienda del valle de Mala, en Cañete, donde pensaba laborar la tierra y practicar la bien amada química. Pero, antes de partir, -su fama de poeta se extendía- recibió una carta: el escritor José Domingo Cortez, atraído por el prestigio de Manuel y por unos versos suyos que había conocido, le solicitaba algunas composiciones poéticas y sus datos biográficos para una antología peruana que pensaba publicar. Manuel metió en un sobre varios poemas y, en una hoja, escribió su autobiografía: "Nací en Lima. Son mis padres don Francisco González Prada y doña Josefa Ulloa de Prada". Nada más. Había suprimido la nobiliaria partícula "de". Y para confirmar aquel renunciamiento a sus heráldicos cuarteles, firmó concisamente,tal como firmaría en adelante cuando escribiese, en un acto de ruptura absoluta con el pasado suntuoso de su apellido: "Manuel González Prada".

                En adelante se hablaría de Prada.





*Extraído de: Amauta, N° 29, págs. 24-30 (1930).

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"Con Manuel González Prada", por César Vallejo

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