"LA ESCENA DE LAS NARANJAS"
Es la víspera de la muerte de Pizarro y en el huerto de la casa de éste, Juan de Herrada, el jefe de los conspiradores que habría de matarle al día siguiente, va a entrevistarse con el Gobernador. El diálogo entre el matador y la víctima es éste:
-Qué es ésto Juan de Herrada, que me dicen que andáis comprando armas y aderezando cuotas para el efecto de darme muerte?
-Verdad, señor he comprado dos pares de corazinas y una cota para defender mi persona.
-Que causa os mueve ahora a buscar armas más que en otro tiempo?
-Porque nos dicen y es público que vuestra señoría recoge lanzas para matarnos a todos.
El Marqués con rostro airado dijo:
-Quién os ha hecho entender tan gran maldad y traición como es esa porque yo nunca lo pensé? Plega Dios, Juan de Herrada que venga el Juez y Diosa ayude a la verdad y estas cosas hayan fin.
Y el asesino con imperturbable dureza:
-¡Por Dios, señor, que he gastado quinientos pesos en comprar armas y una cota, porque alguien viniese a matarme me pudiese defender!
Y el Marqués conciliador y afable:
-No plega a Dios que yo haga tan gran crueldad!
Y luego, antes de partir, avisado de que en su huerto habían fructificado algunas naranjas, dice Cieza. "cortó con su mano media docena de naranjas del árbol, que eran las primeras que se daban en aquella tierra y dióselas a Juan de Herrada". Éste besó la mano, según Zarate. El asesino parte en seguida para buscar a los conjurados y el Marqués se queda trabajando en sus huerto.
La escena es significativa.
Mientras los ambiciosos y los tahúres arruinados que formaban el bando de Almagro, tramaban la muerte de Pizarro para apoderarse del poder y la riqueza del Perú, el viejo descubridor sólo está atento al crecimiento de los árboles y sigue ilusionado del reverdecer de las hojas y el brote dorado de los frutos. Con su llaneza de hombre del campo obsequia a su matador los primeros frutos sembrados de su mano. Colonizador, fundador, sembrador, sus enemigos le matan al día siguiente de que en su huerto han madurado las primeras naranjas.
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Al escuchar la alerta del paje, el Marqués don Francisco Pizarro acompañado de sus fieles pajes y de su hermano materno Francisco Martín de Alcántara, el único de sus hermanos que estuvo entonces a su lado, el último en los beneficiados y el único en el sacrificio entró en su recamara. Allí se despojó de una larga ropa de gama que le llegaba hasta los pies, se puso la coraza y salió con una partesana en la mano que le daba un aire quijotesco. El cronista Cieza, a quien hay que seguir paso a paso en este relato de epopeya, dice que el anciano conquistador al descolgar el heroico acero de sus antiguas hazañas, tuvo con él un diálogo de romance.
-"Vení acá vos, mi buena espada, compañera de mis trabajos". Y salió con ella a batirse con su denuedo indesmayable".
-"Que desvergüenza tan grande ha sido ésta de entrar en mi casa para quererme matar".
En la puerta de la cámara se batían desesperadamente Francisco Martín y los pajes. Pizarro acudió al combate gritando:
-"A ellos hermano, ¡mueran!, que traidores son. Pero, ya los bravos muchachos habían caído en el centro de la sala y don Gómez de Luna, Vergara y Ortiz de Zaráte, estaban heridos. Francisco Martín, el pobre y noble villano era el único que defendía la puerta. Pizarro acudió a él en momentos que caía y se puso a defender la entrada con brío juvenil llamándoles de traidores y de felones y resistiendo sólo a todo el grupo de asaltantes. Estos empujaron entonces, para que lo atravesara, a Diego de Narváez, y aprovechando ese instante Martín de Bilbao le dio una estocada por la garganta. Y luego se echaron todos sobre él y le dieron de puñaladas y de estocadas hasta que cayó al suelo clamando: "¡confesión!". En el desamparo de ese momento solo unas mujeres que vivían en la casa de Pizarro y eran trujillanas, las Cermeñas, se atrevieron a asomar a la estancias de la tragedia y vieron aterrorizadas, como el viejo conquistador, tendido ya en el suelo y expirante, hizo una cruz con los dedos y la besó con profunda devoción:
-¡Confesión!
Volvió a aclamar con voz apagada el Marqués y entonces Juan Rodríguez Barragán, antiguo criado suyo y hombre de viles pasiones, tomó una alcarraza llena de agua y se la quebrantó en la cabeza, diciéndole:
-¡Al infierno! ¡Al infierno os iréis a confesar!
Y así rindió la vida el gran capitán, heroicamente como había vivido sin desmayo alguno en el corazón y nombrando a Cristo como buen español.
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El Teniente de la Ciudad de Lima, don Juan Velásquez, cuando circulaban los rumores de que los almagristas querían asesinar al Marqués, había ofrecido a Pizarro que mientras él tuviese la vara de la autoridad en las manos no le ocurrirá nada. Pero sucedió que en el momento que los almagristas atacaron la Casa de Gobierno el 26 de Julio, él y otros más, estaban conversando con Pizarro. Al ruido que hacían "los de Chile" y las coces de alarma dada por los pajes muchos de los presentes huyeron por la parte trasera de la casa y entre ellos estuvo el Teniente Velásquez. Según los comentarios risueños de la época, para descolgarse por las ventanas que daban a la huerta el Teniente se puso la vara de la autoridad en la boca, con lo cual no faltó al juramento que había hecho a Pizarro.
*Extraído de: Raúl Porras Barrenechea, Antología. Ediciones Crepúsculo de América (Lima, 1971).
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