El
cazador avanzaba en la oscuridad, con un blando crujido de hojas muertas.
Curvado elásticamente sobre los pies desnudos, llevaba el arco tenso, la flecha
pronta, esperando distinguir el brillo de los ojos. La sombra también parecía acechar.
Apenas refulgieran dos puntos como vidrios encendidos, dispararía coligiendo el
lugar del pecho. ¿Caminaba por allí un sajino? El cazador se detuvo para
escuchar claramente. Inmóvil bajo la parada túnica, era en la noche un tronco
más. Las copas del bosque entrecruzaban rumores diferentes, según la espesura
de los ramajes. Ningún ruido brotaba a ras de tierra. Prosiguió entonces la
marcha cautelosa, eludiendo ramas espinudas que le arañaban los brazos. Por la
rala copa de u árbol que hurgaba el cielo, asomaron algunas estrellas. Un
ramalazo de claridad destacó la negra cabellera, las facciones rudas, la media
luna del dúctil arco. El cazador no tardó en buscar la sombra. Sabía que en
tinieblas son las flechas mejores zarpas.
De
pronto sonó un grito. Fue un grito desgarrado en el que tremaban el pánico, la
desesperación y la llamada. El grito cesó rápidamente, tal si se hubiera
sumergido. El cazador jamás había escuchado a su mujer ni a nadie gritar así;
pero supo que era ella quien profirió
ese grito espantoso, suerte de clamor y anuncio de muerte. El grito amarró al
hombre como un duro bejuco del bosque.
Rota de un sacudón la atadura, echó a correr entre los árboles para llegar
pronto al sitio donde quedóse la mujer. Él conocía los peligros de la selva; pero
ahora no podía imaginar lo ocurrió. También le era imposible rechazar una
sospecha aterrada. Corría aferrando el arco y la flecha. Acaso hubiera tiempo
aún. Querría ver a su mujer y ayudarla de ser posible. Corría rasando los
troncos cual una bestia flechada.
Antes
la cacería no ofreció grandes dificultades y ninguna fue mortal. Esa familia de
la tribu de los boras, vivía a orillas de un lago. Su cabaña de cónico techo de
palma y una surcada chacra de yucas, rompían la silvestre congestión del bosque
salvaje. El hombre cortaba palos con el hacha canjeada por una piel de caimán.
La mujer molía yucas con piedras llevadas desde cerros lejanos o daba voces
llamando a sus pequeños hijos. Un prieto chicuelo de seis años ensayaba su arco
entre jubilosos alaridos, que coreaba la hermanita, cuando lograba derribar
algún pájaro. El bullanguero trajín ahuyentaba a los animales de caza por ese
lado del lago, de modo que había que cruzar hasta la otra orilla para
sorprenderlos cobijados en la sombra.
Esa
noche, como muchas en el pasado, el cazador y su mujer avivaron la fogata que
ardía entre las hamacas de los niños y luego subieron a la canoa. Arrodillada
en la proa, la mujer daba ágiles golpes de remos a un lado y otro de la aguzada
embarcación, impulsándola livianamente. Sentado en la popa, el cazador oteaba
la quieta lámina del lago y el negro horizonte de árboles señalando por las
estrellas. Los golpes de remo, la breve estela que dejaba la canoa, apenas
habrían podido ser advertidos en medio de la callada inmensidad de un mundo
impasible. La superficie del lago nada parecía ocultar, acerada en la noche.
Cuando
llegaron a la ribera, el hombre ganó tierra dando un ágil salto. De un tirón
hizo que la canoa quedara suficientemente hundida en la arena, hasta permanecer
inmóvil, aunque más de la mitad quedó metida en el agua.
Él
dijo entonces: “Voy”, Provisto del arco y las flechas caminó unos veinte pasos
por la playa, hasta tropezar con los árboles. Volvióse para mirar a su mujer.
Sentada en la proa, tenía el gesto de haber comenzado ya a esperar el regreso
del cazador. Él creyó ver todavía el tranquilo fulgor de unos queridos ojos
negros, Entonces entró al bosque que, deseoso de volver pronto. Bajo los
árboles la sombra se adensaba y será más fácil distinguir las ascuas de otros
ojos. Acechó durante unos doscientos pasos o quizás más por las vueltas a que
lo obligaban las ramas espinosas.
El
cazador salió del bosque, unas varas más allá del lugar por donde había
ingresado. Corrió a grandes saltos, tensando al arco, listo para disparar. Casi
cae de bruces sobre la embarcación. No estaba su mujer…
La
canoa se desprendió de la presión de la arena y flotó vacía sobre el agua…
*Extraído de:" El sol de los jaguares"- Ciro Alegría (1979).
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